Se acerca la Noche de la Nostalgia, ese ritual que, aunque entrañable para muchos, nos dice más de lo que creemos sobre cómo miramos el futuro. Bailamos, cantamos, recordamos lo que fuimos y, de algún modo, nos reafirmamos en una identidad construida mirando hacia atrás. Nada contra los ritos: son fundamentales porque nos ayudan a preservar valores, integrar a las personas y canalizar emociones. Pero no todos los ritos son iguales ni nos conducen al mismo lugar.
Los ritos cumplen funciones diversas. Los hay de separación, como un velorio o el acto solemne de despedir a un presidente al terminar su mandato. Existen ritos de degradación, como el momento en que un futbolista es suspendido públicamente o cuando un ministro debe pedir disculpas en conferencia de prensa. Los ritos de integración son los más emotivos: las fiestas patrias y la propia Noche de la Nostalgia. El problema no es el rito en sí, sino qué hacemos con esa emoción colectiva. La Noche de la Nostalgia nos une, pero nos une en torno a lo que fuimos, no a lo que queremos ser. Es un rito que, sin proponérselo, nos empuja a caminar de espaldas al futuro, con la mirada fija en un pasado idealizado. ¿Éramos realmente tan buenos como creemos? Y lo más inquietante: ¿qué nuevos ritos estamos creando para quienes vienen detrás?
Pienso en un rito finlandés que me resulta ejemplar. Ante cada nacimiento, el Estado entrega a todos los recién nacidos, sin distinción socioeconómica, una caja de cartón con lo necesario para sus primeros meses y la caja puede usarse como cuna. No es un lujo. Es, justamente, una señal de igualdad: todos los niños comienzan en el mismo punto de partida, al menos en intención. No garantiza el éxito individual, pero es un mensaje poderoso de comunidad que quiere acompañar desde el primer día diciéndole que “ahora depende de ti y de quienes te rodean”.
¿Cuál es la cuna de cartón uruguaya? ¿Cuál es nuestro rito que, en lugar de girar la mirada hacia atrás, simboliza un compromiso real con el futuro de quienes nacerán mañana? Porque si hay un rito que deberíamos instalar de manera urgente, es el de garantizar igualdad de oportunidades desde el comienzo de la vida. Y aquí no hay misterios: sabemos qué funciona. La ciencia y el conocimiento disponible son contundentes: la primera infancia es la inversión más rentable que puede hacer un país. Sin embargo, preferimos otros ritos. Algunos son necesarios, como mantener la estabilidad macroeconómica y la previsibilidad jurídica: son ritos de preservación imprescindibles. Otros son un comportamiento cultural degradante: gastar más de lo que ingresa, prometer beneficios sin respaldo o dilapidar recursos en políticas con bajo impacto futuro.
El presente exige cirugía de precisión. Los recursos son escasos y no alcanzan para todo, pero seguimos actuando como si hubiera margen para distraerlos. Cada peso que no se dirige a primera infancia, vivienda digna, cohesión familiar y educación de calidad es un peso perdido en términos de desarrollo y potencial de felicidad.
Por una noche, celebrar lo que fuimos está bien, pero necesitamos ritos que nos recuerden lo que podemos llegar a ser. Quizás el mejor homenaje a ese pasado sea atrevernos a construir un futuro donde cada persona, sin importar donde nace, tenga al menos su “cuna de cartón”.