Borges, en su poema “Cristo en la Cruz” escrito en Kyoto casi al final de su vida, nos decía que Jesús “Nos ha dejado espléndidas metáforas y una doctrina del perdón que puede anular el pasado”.
Viniendo de un pensador - escritor considerado agnóstico entiendo que es una estupenda definición, no solo del legado en esta tierra del hijo de Dios (el poder del perdón), sino también del aporte sustancial que nuestra fe le ha dado a la humanidad (siempre hay posibilidad de redención). Particularmente a Occidente, y específicamente en lo que me ocupa, a Uruguay.
Esto no es menor. En un mundo que tiende desde hace tiempo y con diversos empujes a la secularización, y a la sobreponderación de determinadas posturas seudomísticas que con diverso grado prenden en la sociedad, tener presente que la doctrina de la Iglesia y la impronta de Jesús trascienden las fronteras de la misma de manera germinal, resulta interesante tema de pienso.
Las encontraremos como fuente inspiradora de muchas de las cosas buenas que damos por sentadas como si hubieran aparecido por generación espontánea en este mundo. Entre otras, la defensa de los derechos humanos, la vida, la libertad, la igualdad, la educación, y la vocación de justicia, legitimidad, y límites que deben tener los gobiernos. Importa conocerlas entonces, fundamentalmente a la hora de defender y difundir los principales postulados, pero sobre todo para poner coto a los profetas del laicismo que pretenden con su dogma jacobino relativizar y circunscribir nuestra vivencia solo a la esfera íntima.
La agenda pública -lamentablemente- contiene de forma casi habitual la discusión sobre la existencia de una grieta social, y si determinados actores promueven o no la misma. Soy de los optimistas, y creo que eso no es así. No hay grieta ni muro que nos separe a los orientales. Y creo que los últimos dos años lo demuestran. Somos UNA nación. Y esa unidad la demostramos en la más fea, y por eso el mundo nos observa con admiración. Entiendo que los distintos gobiernos que ha tenido nuestro país han trabajado con ahínco para que dicha brecha no exista. Es un mérito colectivo.
Con diversos sesgos, es verdad, pero legítimamente y con buenas intenciones, y por ende con distintos resultados. Hoy es manifiesta esa labor de unión y de respeto por los derechos y opiniones de todos. No alentar divisiones, significa no solo tratar con respeto, empatía, e integrar al que piensa diferente, sino al que cree y al que no cree. No importa en qué. Porque el creer o no creer es también una de las manifestaciones del pensar.
El ser humano tiene un profundo sentido de lo trascendente que se canaliza por diversos caminos. Cada uno es libre de elegir los mismos. Y así como las personas tienen todo el derecho a expresar de forma pacífica su pensamiento, o a vivir como les plazca, tienen también el derecho a manifestar su fe. Muchas veces esa vivencia personal requiere ser exteriorizada. No importa la razón. Nadie tiene el derecho a reprimir las manifestaciones del creer, ni a pretender que las mismas se circunscriban a la más estricta intimidad.
Pensar de esa forma es anacrónico. Y fundamentalmente ese accionar está muy alejado del verdadero fundamento del pensamiento de raíz laica que debería prosperar en esta época de libertades y reconocimientos. Pensamientos decimonónicos no pueden integrar la agenda de un país de avanzada que mira para adelante. No fueron pioneros quienes alguna vez lo hicieron, la historia nos demuestra que el jacobinismo francés de progresista tenía bien poco. No es bueno repetir errores. En un mundo que ha puesto proa con rumbo firme a la inclusión, anular o reprimir al otro por sus pacíficas creencias resulta un tanto absurdo. Cuando no ilegítimo e ineficientemente voluntarista. (Valga el comentario que la ineficiencia es una de las principales características de esta ideología).
Prueba de ello es que en la Rodelu de predominio laicista jacobino la Navidad nunca dejó de ser Navidad. Por más que pese. Así como el 8 de diciembre en el imaginario popular, o bien no es nada, o para muchos es la fiesta de la Inmaculada. Negar al otro nunca es bueno. Hace bien poco leía en este diario sobre un nuevo embate laicista intentando retacear derechos al que cree.
Da pena ver algo así en esta época.
La abstracción y el despojo de un espacio sin signos no debilita mi fe. Ver en cualquier espacio símbolos de otra creencia no me hace dudar de la mía ni despreciar a la otra. No entiendo por qué manifestar de la forma que sea el creer, aún con objetos alusivos, podría ser una afrenta para el que no cree. El que no cree debería estar a salvo de la “tentación de la fe”. En todo caso podría ser una ofensa para quien se oponga a determinada creencia, pero en dicha hipótesis la tolerancia y el respeto nos imponen la convivencia. Ese es nuestro modelo oriental de sociedad. Es nuestra meta mantenerlo así. Una sociedad abierta que incluye al diferente.
Y esas diferencias también se manifiestan en nuestras convicciones religiosas.
Es por esto que hay que poner fin a la intolerancia del dogma laicista. ¿Será esto quizá un síndrome achacable a nuestra juventud como nación? Porque en definitiva las sociedades se construyen con el aporte colectivo, incluso con el de las más diversas formas de entender (o no) lo religioso. Uno no comprendería a España tal como la conocemos con una sola visión. España es lo que es gracias al Cristianismo, y a la Iglesia Católica, y a quienes no creen en ella, pero también es lo que es en buena medida por la influencia del Islam y del Judaísmo. Cerrarnos a la vivencia o no vivencia trascendental propia, y mantenernos ajenos a la de otros no nos hace más grandes ni más modernos, solo nos hace más mezquinos. Lo que de verdad nos aporta es ser capaces de entender al otro, al distinto. Porque eso es lo más profundamente humano que podemos hacer. Y siendo más humanos, conectamos más con Dios, o con lo que cada uno crea o no que lo determina.
Yo, en días como estos, pienso con alegría y nostalgia en el aroma de ese pesebre.