Afganistán ha vuelto a ser una monstruosa distopía. Ante la indiferencia del mundo, la mujer ha quedado invisivilizada y silenciada. A la prohibición de mostrar su rostro, sus cabellos y las formas de su cuerpo, el régimen talibán ha sumado ahora la prohibición de su voz. Un sonido al que considera fuente de tentación para los instintos masculinos.
Ya estaban condenadas a una existencia pública fantasmal. En las calles y en las demás áreas públicas, se desplazan bajo las burkas. Dentro de esos capuchones de gruesas telas las siluetas y los rostros pierden sus formas.
Es posible que haya sido el silencio del orbe ante esa locura oscurantista lo que animó al lunático régimen de Afganistán a dar un paso en materia de prohibiciones inconcebibles: ahora también está prohibida la voz de la mujer.
Pueden ser detenidas por la Policía de la Moral que responde al Ministerio de Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, si se las escucha hablar en la calle o en recintos públicos.
Se supone que la voz femenina es también un estimulador de la lujuria varonil. Un sonido que va tomando formas de palabras e induce al pecado de la carne.
Por esa razón, la voz femenina ha sido prohibida en las calles y en todo recinto que no sea la propia casa, aunque incluso en el interior de sus viviendas deben hablar en voz lo suficientemente baja como para no ser oída por personas que pasen por la vereda.
Es difícil encontrar en el mundo un desvarío más siniestro que el de la moral-religiosa talibán.
Durante el régimen que encabezó el Mulá Omar entre 1996 y 2001, las mujeres perdieron la libertad de caminar por las calles si no es junto a un familiar sanguíneo varón. También se les prohibió estudiar y recibir atención médica con revisación física desde que empiezan a menstruar.
Esas prohibiciones se desprenden del Pashtunwali, código de conducta de los pashtunes, la etnia mayoritaria en Afganistán cuyo brazo armado, la milicia talibán, ha regresado al poder tras la retirada de los norteamericanos.
El sunismo pashtún es aún más retrógrado que el wahabismo, la rama del Islam que impera en Arabia Saudita. La doctrina creada en el siglo 18 por Muhamad Bin Abd al Wahab, fundador de la dinastía Saud, es una de las más cerradas vertientes teológicas mahometanas, que se diferencia de las demás corrientes salafistas en que el wahabismo reconoce un monarca como mediador entre Alá y la umma (comunidad de fieles) mientras que para los salafistas sólo el califa es el intermediario entre la umma y Alá.
Su rigor con las mujeres se basa en interpretaciones literales del Corán y los Hádices (dichos y acciones atribuidas al profeta Mahoma), según los cuales, a partir de la primera menstruación, el cuerpo femenino se transforma en una “fuente de tentación y pecado”.
A esa concepción perversa y deshumanizante de la mujer, los pashtunes añaden el moralismo brutal del Pashtunwali.
Por eso a las mujeres afganas se las obliga a cubrirse completamente con la burka, campana de gruesas telas bajos las cuales la silueta, la cabellera y el rostro se vuelven imperceptibles. Y los médicos no pueden revisar sus cuerpos, sino simplemente escuchar los dolores y afecciones que ellas le relatan, algo que, a partir de la prohibición de la voz femenina, tendrán que hacer a través de un menor o de un familiar masculino.
El código Pashtunwali mezcla la sharía (ley coránica) con tradiciones ancestrales de la etnia Pashtún, cuya existencia se remonta al menos seis mil años. Heródoto la menciona en sus relatos históricos, refiriéndose a un pueblo centroasiático al que llama Patki.
Después del período de libertades y derechos que se vivió en Kabul y demás ciudades que estaban bajo la ocupación norteamericana, cuyo gobierno incluyó un Ministerio de la Mujer, muchos creían que un nuevo régimen talibán no sería tan lunático, brutal y retrógrado como lo fue el del Mulá Omar.
Pero los nuevos líderes talibanes, Hibatulá Akhundzada, y Abdul Ghani Baradar, no sólo restituyeron el régimen de reducción de la mujer a una sombra, sino que acaba de dar un paso más allá, al prohibirle la voz, porque la considera un sonido perturbador de la virtud masculina.
Aunque no lo plantee expresamente, para esta concepción moral-religiosa la mujer es una creación satánica. Una creencia absurda y cruel. La mujer no importa, sino en virtud del hombre. Ella puede ver el rostro y el cabello del varón, pero que el varón vea su cabello, su rostro y, aunque más no sea, algún contorno de su cuerpo a través de la tela, lo expone a la bestialización.
En esta concepción delirante, lo sucio y lo bestial no está en la mujer sino en el hombre. Pero es ella la que paga esas miserias. Sin ser culpable de tal naturaleza masculina, es la que debe sacrificar su libertad y sus derechos para que los hombres se mantengan en “el terreno de la virtud”.