Hace unos días Meryl Streep fue galardonada con el premio Princesa de Asturias de las Artes y su discurso tras recibir el premio fue inolvidable. Sus palabras, llenas de humildad y sabiduría, giraron en torno al don de la empatía. Discurso que podría entenderse muy apropiado en estos tiempos de guerras, nacionalismos y antisemitismo, pero no importa cuándo lo escuches, me temo que siempre estará vigente. Porque los seres humanos tenemos una gran dificultad para ver la realidad desde la perspectiva del otro, tratar de entender su mirada del mundo desde lo que le tocó vivir y lo que está sintiendo. Desde que somos niños en un patio de escuela, la facilidad de juzgar, etiquetar y señalar al otro están presentes, tanto que pareciera ser parte de nuestra naturaleza. Y cuando crecemos nada cambia demasiado, evolucionamos poco. Ante tropiezos o frente a lo diferente, el juicio rápido y el dedo acusador están a la orden del día. Nos creemos dueños de la verdad.
Los psicólogos hablan de una tendencia que tenemos los seres humanos a evaluarnos más favorablemente que a otros. Los economistas lo llaman exceso de autoconfianza. La mayoría creemos que somos mejor que la media en diferentes ámbitos, lo cual es matemáticamente imposible. La mayoría somos promedio, pero pocos lo creen. Este sesgo, conocido como “mejor que el promedio” se ha demostrado en numerosos estudios, con poblaciones diversas, en múltiples dimensiones y con diferentes técnicas de medición.
Simpatía, belleza, habilidades, inteligencia… creernos superiores es lo que nos lleva fácilmente a desconectarnos del otro. Como nos creemos mejores, es muy difícil respetar su perspectiva. Opinamos más rápido de lo que observamos, llegando fácilmente a veredictos que para nosotros son la verdad. La única verdad. “Estamos juzgando todo el tiempo a todo el mundo, sin pruebas. Y dictamos sentencias, de forma que cerramos ya toda posibilidad de seguir tratando de entender”, dice Inma Puig, psicóloga experta en contextos de alta tensión.
Intentar entender al otro es descubrir otra forma de ver el mundo. Los artistas y los científicos saben cómo hacerlo porque su labor es abrir puertas y dejar entrar lo desconocido, lo nuevo y es de ahí de donde viene su creación. Esa amplitud de mente es lo que les permite explorar el límite de lo conocido, lo imprevisto porque entienden que ahí es donde se crea valor.
En un mundo cada vez más globalizado e interconectado, sin embargo, no logramos despojarnos de los prejuicios. Porque las fronteras interiores son las más difíciles de cruzar. Ahí donde lo diferente no es mejor ni peor, hay una oportunidad de enriquecernos. Y donde ante el error, la torpeza o el tropiezo, seamos capaces de intentar entender y juzgar menos. Porque todos tropezamos y no somos mejores que el otro para condenarlo. La vida es suficientemente compleja como para creer que se tienen todas las respuestas cual manual de instrucciones y, definitivamente, la felicidad no es cumplir con la mirada del otro. Y ese camino no es lineal ni simple.
Ser amables con los otros y con nosotros mismos mientras descubrimos quienes somos, mientras encontramos las respuestas y el camino, que pueden ser diferentes al nuestro, es lo que realmente nos hace mejores que el promedio.