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El Daniel Viglietti vivo

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Luciano Álvarez
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No pensaba entrar en este lodazal, justamente cuando estoy haciendo una cura de sueño del Uruguay en un tranquilo barrio de Lisboa.

Pero me metieron a la fuerza por el pecado de haber subido un artículo de Pancho Faig a Facebook.

No voy a referirme al Daniel Viglietti que vivió hasta el 30 de octubre de 2017. No me importa, al menos aquí, su modo de vivir, su conducta como hombre privado, aunque sí como ciudadano. Escribo sobre el Viglietti vivo en su obra, en las canciones que vibraron en su voz hasta el último día, de su influencia sobre el hoy y probablemente el mañana inmediato.

En primer lugar, Viglietti fue un gran artista que grabó 115 canciones diferentes, si no le erro. Muchas, sin excluir lo social, pueden encajar en una compartida sensibilidad colectiva; suelen ser las olvidadas. Me atrevo a sugerir que difícilmente alguien no especializado pueda nombrar más de diez de sus canciones, que serán esas que encajan en la historia oficial y se repitieron en los días de su sepelio. Ese manojo es ideología explícita, compromiso militante con una causa y una manera de ver el mundo al que adhirió sin ambages: el universo tupamaro, Cuba o el sandinismo. A ese mundo le cantó y fiel a él se mantuvo hasta al final como si nada hubiese cambiado en medio siglo: "Por brazo, un fusil; por luz, la mirada, y junto a la idea, una bala asomada". (Canción para el hombre nuevo); "…qué verde viene la lluvia, qué joven la puntería". (Sobre texto de Benedetti). Dijo: "Yo no me arrepiento de ninguna canción; las contextualizo en sus etapas y las sigo cantando". Prueba de ello es que en su disco, creo que el último, Trabajo de hormiga (2008) incluye El Chueco Maciel, A desalambrar, Canción del guerrillero heroico y La llamarada.

Cuando, según la historia oficial, casi vivíamos en dictadura y los Tupamaros estaban en su apogeo criminal, Viglietti podía darse el lujo de grabar y cantar, en su disco Canciones chuecas (1971), Sólo digo compañeros: "Perder la paciencia, y sólo encontrarla, en la puntería, camarada. […] La sangre de Túpac, la sangre de Amaru, la sangre que grita, libérate, hermano." Precisamente en este disco, desde su título se expresa la vertiente ideológica que le nutría, a través de El Chueco Maciel.

A comienzo de los 60, la viuda Santa Rodríguez de Maciel llegó desde Tacuarembó al Pasaje "A" 4054, del Barrio Marconi. Traía consigo cuatro hijos, cuidó de ellos, puso un pequeño despacho de bebidas y se vinculó a una iglesia evangélica. Dentro de la pobreza de su rancho de lata y piso de tierra, la familia se las arreglaba, los niños iban a la escuela y cumplían razonablemente, salvo Nelson, al que apodan "el Chueco". Aparentemente, no le daba la cabeza, y sus estudios fueron tan mínimos que ni siquiera aprendió a leer.

Cuando despuntaba la adolescencia comenzó a hacer changas con un amigo, en un carro. Un día, Santa recibió una advertencia. "Señora, estos botijas andan haciendo del diablo".

Lo que sigue es evidente. Entradas como menor infractor en comisarías y en el Instituto Álvarez Cortés; luego las fugas y nuevas internaciones. Un día le dijo a su madre: "Si precisás plata, entonces asalto un banco y después me entrego". Un albergue de menores no lo podría retener. Santa Rodríguez le respondió: "Precisar preciso, pero el día que derrames sudor sobre tu frente, trabajando, entonces, sí, vos me alcanzás las cosas. Pero mientras usted ande en su vida equivocada, no".

Pero los dados estaban echados. Era famoso en el cantegril, que lo protegía a cambio de su generosidad para dejar una parte de sus botines entre los amigos. Eso le garantizaba refugio seguro. Pronto sus hechos y la prensa crearon el personaje. Antes de llegar a la mayoría de edad había herido gravemente a un comisario.

Su vida breve terminó un día invernal de junio de 1971. El Chueco y dos cómplices asaltaron un ómnibus; una patrulla los vio y los persiguió. El Chueco se refugió detrás de un árbol, le cubrió la huida a sus compañeros, pero el fuego policial fue implacable y el Chueco Maciel cayó malherido. Murió al poco rato en el hospital.

En el acto nació la leyenda: "El chueco era un uruguayo / de Tacuarembó, / de paso dolido, / de paso dolido, / de paso dolido…"

La inspiración del juglar se nutría de una teoría neomarxista, basada en la experiencia de la Guerra de Argelia. Franz Fanon, Jean Paul Sartre o Regis Debray, promovían una violencia que produciría un "hombre recreándose a sí mismo. Matar a un europeo [o a cualquier enemigo de clase] es […] suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido". El oprimido, como el Chueco Maciel, deja de serlo, por el mero ejercicio de la violencia: "La violencia es una fuerza que limpia. Libera al [oprimido] […] de su complejo de inferioridad y de su desesperación e inacción; lo hace sin miedo y restaura su autorrespeto", dice Fanon en "Los condenados de la tierra", prologado por Sartre.

En la contratapa de "Canciones chuecas", Viglietti lo parafrasea: "Hay muchas maneras de buscar el hombre nuevo. La manera solitaria, instintiva, de quien ataca a una sociedad que lo atacó primero, que lo marginó y lo condenó. La otra manera, organizada, de quienes luchando contra la vieja sociedad, van creando la nueva. Unos y otros, el Chueco Maciel y los combatientes".

Es por eso que la canción grita: "Los chuecos se junten bien juntos, / bien juntos los pies, / y luego caminen buscando la patria, / la patria de todos, la patria Maciel…"

El Chueco Maciel, expresión palpable de una ideología, es un hombre y una canción manifiesto y Viglietti logró meterlos en la historia oficial. Cuando me creía curado de espanto me topé con una ficha de la Secretaría de Derechos Humanos de la Presidencia de la República que coloca al Chueco entre las víctimas de la represión. (sdh.gub.uy/wps/wcm/connect/sdh/...5d97.../MACIEL+RODRIGUEZ+Nelson.pdf). Es decir que es un héroe de la nueva historia oficial que nos han impuesto y que reciben nuestros escolares, liceales y universitarios.

Hoy, el barrio Marconi, el del Chueco Maciel, es una zona roja, disputada palmo a palmo por bandas de narcotraficantes. Los Chuecos se han multiplicado.

"La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado", dice el gran historiador Marc Bloch. Pero esta afirmación incluye otra de igual peso: resulta vano "esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente".

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