La ciudad estadounidense donde Ray Bradbury desarrolla la novela Fahrenheit 451, es una metrópolis sin nombre, futurista y tecnológica, con rascacielos altísimos y autopistas inmensas. Hay anuncios hechos con luces brillantes, pantallas por todas partes y automóviles que viajan de un lado a otro a velocidades desorbitantes. Allí, los bomberos, en lugar de apagar incendios, tienen la función de quemar los libros para mantener el orden establecido. Son el brazo ejecutor de una política gubernamental dirigida a controlar el pensamiento. A evitar cuestionamientos y críticas que puedan surgir de una de las herramientas más poderosas del ser humano: el conocimiento.
La ciudad de Montevideo, donde se desarrolla la vida de este columnista, es una metrópolis con nombre, estancada en el tiempo, con sus edificios pintarrajeados y las calles llenas de pozos. Es gris, bastante sucia y los automóviles circulan a velocidades pasmosas, en medio de la eterna congestión del tránsito y el control con espíritu recaudador de los radares fotográficos. Aquí, el gobierno, que tiene entre sus funciones fomentar el acceso de los ciudadanos a la cultura, clausuró la Biblioteca Nacional.
De un día para el otro le bajaron la cortina a la institución nacida en 1816 de la iniciativa del presbítero Dámaso Antonio Larrañaga y respaldada por el prócer José Gervasio Artigas. Y lo hicieron sin un plan claro para la reapertura. Como si fuera un chiste macabro, la nueva directora de la bicentenaria institución, Rocío Schiappapietra, anunció el cierre el 26 de mayo, justo el día del aniversario 209 de su fundación, que por ese mismo motivo es también el Día del Libro.
Habiendo seguido con admiración la gestión de su exdirector, el periodista y escritor Valentín Trujillo, tanto por su profundo conocimiento sobre la literatura como por la pasión que le ha dispensado a la tarea, la clausura duele aún más. Trujillo habló al respecto y calificó la decisión como “lamentable”. También mencionó algo que, excepto para las autoridades responsables, resulta obvio: el impacto negativo en el acceso a la cultura y el conocimiento en Uruguay.
Los argumentos esgrimidos por Schiappapietra para justificar el cierre refieren, en esencia, a las condiciones edilicias de la BNU. Como si las demás instalaciones del Estado fueran ejemplo de calidad, confort y seguridad. No obstante, según señaló Trujillo, esto “no ha impedido su funcionamiento”. Cualquiera que haya enfrentado la titánica tarea de hacer un trámite presencial en el alguna dependencia estatal, le responderá que si es por eso, tendríamos que esperar un cierre masivo e inmediato de oficinas públicas en todo el país.
¿Por qué entonces habría que cerrar la BNU?
“Los brolis no muerden”, solía decir un amigo, profesor de literatura. Y quizá porque la suya es una frase muy conocida y para nada original, quienes cerraron la BNU tuvieron que invocar a las ratas, que sí muerden, para concretar tan reprochable decisión.
Desde el 26 de mayo, al pueblo uruguayo le resulta más difícil arrimarse al pensamiento crítico y al conocimiento. A la búsqueda de verdades que andan por allí, esperando para salir a la luz en alguna de las páginas a las que, con hongos o sin ellos, ya no es posible acceder.