Con libertad ni ofendo ni temo” era la frase del escudo que José Artigas mandó diseñar para la provincia oriental en 1815. Se ha dicho que esta ha sido el lema del Estado uruguayo, aunque oficialmente no se la usa como tal. En 1903, la frase fue incluida en el escudo de la Junta Administrativa de Montevideo, antecedente de la intendencia capitalina y continuó utilizándose una vez creada esta. A partir de 1990 el escudo y la frase desaparecieron, sustituidos por diferentes logotipos impuestos por la administración frentista. Pero, hete aquí que Nicolás Maduro, en febrero de 2015 y por Twitter, le enmendó la plana a nuestro prócer cuando expresó: “Con la verdad ni ofendo ni temo, como dijo Artigas, así que nos declaramos en campaña en defensa de nuestra amada Patria. ¡Que viva Bolívar y Chávez!” De manera extraña, el autócrata venezolano ató dos moscas por el rabo y unió la libertad con la verdad, lo cual no deja de ser un lapsus de su peculiar lógica. Es que cuando la verdad está en crisis, la libertad peligra, como vemos en Venezuela.
Fue George Orwell el que dijo que “en tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”. Eso lo afirmó a finales de la primera mitad del Siglo XX, y entonces ya había en el mundo motivos de sobra para la sentencia. Socialista inglés -con todo lo que eso implicaba en la Inglaterra de la época- y desengañado de la Rusia soviética y los otros totalitarismos de signo opuesto, pero igualmente nocivos para la civilización, Orwell sabía de lo que hablaba y su demoledora e inquietante novela 1984 lo demuestra. En la sociedad allí descrita, entre otros igualmente siniestros, funcionaba el Ministerio de la verdad, Miniver, en la “neolengua” de la sociedad distópica que describe la novela.
El nombre de Ministerio de la Verdad es una ironía, de las tantas presentes en 1984. En la novela ese ministerio es el responsable de cualquier falsificación necesaria de los acontecimientos históricos. Además de ser el encargado de administrar la verdad, el ministerio extiende un nuevo lenguaje entre la población llamado neolengua, en el que, por ejemplo, la “verdad” cobra el sentido de afirmar que dos más dos son cinco, cuando la situación así lo requiere. De acuerdo con el concepto de doble pensamiento el ministerio recibe el nombre correcto, porque crea y fabrica la “verdad” tal y como la neolengua la define y entiende. El libro describe el falseamiento de los registros históricos para mostrar una versión aprobada por el gobierno de los acontecimientos.
¿Alguien duda que la verdad, en especial en temas políticos, parece en el mundo de hoy producto de un manejo similar al del ministerio que imaginó Orwell? En muchos aspectos, diría ontológicos, hoy lo verdadero ha sido sustituido en parte por lo verosímil -adjetivo que define lo que tiene apariencia de verdadero, pero puede no serlo- y luego, irremediablemente, por lo falso. ¿Qué son hoy las llamadas “fake news”, que abundan en las redes y de allí saltan a los medios para enturbiar la realidad? ¿Qué ha sido aquel disparate difundido por el expresidente Trump, el de los “hechos alternativos”, categoría de pensamiento que debió escandalizar a Descartes en su tumba? ¿Qué son las decenas de teorías conspirativas que circulan sin pausa para enturbiar la lógica y enrarecer la realidad difundiendo mentiras y sospechas sobre casi todo? Hay dos grandes amenazas que se ciernen sobre la humanidad: la mentira y la estupidez.
Por aquí ya hemos tenido pruebas de esa condición elusiva y falseable de la verdad, valorada según quién la dice. Desde afirmar por algún historiador que en Uruguay la dictadura empezó ante de 1973, figuras políticas mentar un título universitario que no tenían mientras otras decían que lo habían tenido ante sus ojos, la verdad, como en la guerra, puede ser víctima de afanes y posturas interesadas. Y eso incluye también el ocultamiento de mensajes en el celular a una investigación parlamentaria o la debacle de un senador de la República en medio de un marasmo de mentiras sobre actos abusivos que involucraron a menores.
La crisis de la verdad empezó cuando la palabra dada, que en otras épocas significaba una garantía, dejó de tener valor y se convirtió en una antigüedad del costumbrismo. O cuando, según se dice, el nazi Joseph Goebbels acuñó el dictamen de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Hoy se vive el apogeo del fin de la verdad como valor y hábito de pensamiento, porque mientras una mentira seduce, una verdad inquieta. Además, cada vez más, mentir no recibe condena, dependiendo de quién es el que miente y para qué. ¿Se acuerdan de las mentiras esgrimidas para ir contra la LUC? Son del mismo tipo que las que se están invocando para denostar la reforma previsional. Combatir ese flagelo de la realidad es, gracias a las redes y a la reproducción exponencial de sus contenidos, tarea ingrata, y casi siempre tardía.
Por lo que se ve hoy en las redes, la mentira, la hipocresía y la maledicencia atiborran los mensajes, creando un caldo de cultivo para que la realidad se enrarezca. Qué duda cabe ante ese panorama que, como dijo Orwell, decir la verdad es hoy un acto revolucionario. Lo es en el sentido de desafiar ese relativismo que torna difusos los límites entre lo que es verdadero y lo que solo es producto del prejuicio o de la mala intención. Lo es, también, en la medida que decir la verdad es renunciar a los réditos que puede dar la mentira, en especial en el terreno político. Y es en ese territorio que los mecanismos que se oponen a la verdad o la ocultan operan y crean una realidad falsa y siempre peligrosa.
Hay que reflexionar sobre este deterioro de la verdad en un año en el que la lucha y el debate político serán una realidad permanente. Cuando la verdad se manipula y el discurso se simplifica, el mensaje se convierte en mentira que seduce. Cada candidato procura llevar agua para su molino y en eso a veces se pierden las referencias de lo que es verdadero y lo que es falso. En política se aplica y es peligroso un corolario de aquella frase de Goebbels: miente que siempre algo queda.