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La rana y la mala costumbre

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Existe una analogía, desarrollada por el escritor Oliver Clerc, que se conoce como la “analogía de la rana hervida” y consiste en que si se pone una rana en agua hirviendo, ella reaccionará saltando pero si se la pone en agua fría y se lleva a ebullición lentamente ella no lo percibirá y terminará hervida.

Esta suele ser una herramienta didáctica para reflexionar sobre la condición humana y su capacidad de incorporar de forma natural los cambios cuando son imperceptibles. Esa inconsciente naturalización es peligrosa cuando se trata de hechos negativos que suceden en el diario vivir de una sociedad. Es una muy mala costumbre, que jamás deberíamos adoptar.

Estas consideraciones vienen a cuenta de la altura (poca) que plantean algunos actores políticos en el Uruguay. El agravio, la difamación, la violencia verbal, la “chicana” rastrera, son un instrumento cotidiano de algunos que creen que su uso sistemático lo termina validando.

Fernando Pereira, presidente de la principal fuerza opositora del país, lamentablemente se acostumbró al uso irresponsable de dichos sin sustento.

Un día agravia al Partido Nacional diciendo que este está “más enojado” con Penadés por mentir que por “abusar niños”. Otro día dice “no le podría asegurar que no tengo el teléfono pinchado”.

¿En serio esta es la altura del debate que quiere plantear? ¿De verdad considera que esto le puede acarrear algún tipo de rédito?

De hecho, no sorprende su accionar. Pero la reacción de la ciudadanía y de todo integrante del sistema político que se considere serio y quiera aportar a la credibilidad del mismo debe ser la de prender las luces de alerta.

No podemos acostumbrarnos, no podemos naturalizar esas conductas. No son parte de la buena política, son bajezas que hay que rechazar, porque de no hacerlo iremos corriendo la línea de lo tolerable y sin darnos cuenta terminaremos hervidos como la rana de la analogía de Clerc.

A mí se me prendió una luz de alarma, una sirena que me decía fuerte y claro que ningún ciudadano puede dejar caer sospechas sobre si tiene el teléfono pinchado. Encima diciéndolo sin decirlo, de una forma vaga y llena de suspicacias. Por eso presenté una denuncia ante Interpol, para que se investiguen los hechos con apariencia delictiva invocados por Pereira. Por la tranquilidad de todos los uruguayos, también de quien dice (sin decir) algo tan grave.

Es la irresponsabilidad doble de quien atenta contra la credibilidad de las instituciones pero sin ni siquiera hacerse cargo. No se puede dejar pasar, no se debe dejar pasar. Ya no por Pereira, que es un militante del agravio y la mentira, sino por el Uruguay. Ese país que es valioso por la honradez de sus instituciones y que debe reaccionar contundentemente ante quienes pretenden socavar la transparencia de su sistema. No lo merecen los ciudadanos, que necesitan de un debate serio y respetuoso, alejado de la violencia verbal que lleva la política a las cloacas.

Los que llevan la política al barro, sean del partido que sean, le hacen mal a la actividad.

Según un estudio de Equipos Consultores que analiza la confianza en las distintas instituciones del país, podemos ver que la institución en la que los uruguayos más confían es en la Policía, donde un 73% de los encuestados declara tener mucha o algo de confianza.

Recién en sexto lugar aparecen los partidos políticos, con un 45% (un 11% mucho y un 34% bastante). Y esto probablemente se deba a que en los tiempos que vivimos hay buenos políticos, que hacen del diálogo y la propuesta un estilo, pero también hay de los otros, que hacen de la demagogia una bandera y de la mentira una causa.

Menos de la mitad de los uruguayos confían en los partidos políticos. Debería ser una señal clara de que debemos poner un alto a las prácticas que nos han llevado a esa situación. Ese deterioro es el que genera terreno fértil para que aparezcan actores antisistema que le hacen aún más daño a la política. Es un círculo vicioso del que hay que escapar, con más transparencia, con menos violencia verbal.

La mala política se arregla con más política, no con menos. Especialmente cuando están de moda los que la critican desde adentro, como si su actividad fuera otra cosa, y solo retroalimentan su deterioro.

Jürgen Habermas decía que la acción comunicativa tiene la pretensión de desarrollar una teoría del significado: “En el lenguaje, la dimensión del significado y la dimensión de la validez están internamente unidas la una con la otra”. De hecho, la acción comunicativa tiene que ver con una determinada concepción de lenguaje y del entendimiento.

Por ello lo que se dice en Política tiene un ineludible impacto. La racionalidad y las emociones se entrecruzan, es verdad, pero no pueden jamás ser la excusa para la falacia, el agravio o la suspicacia malintencionada.

Las palabras tienen significado. Parece increíble pero hay que resaltar una enorme obviedad, porque hay quienes las utilizan como si fueran fuegos de artificio que se disparan pero se apagan en el aire. No, la palabra es sagrada. Lleva implícito el significado y la responsabilidad.

La libertad de expresión para validarse debe implícitamente llevar la responsabilidad.

Decir por decir desvirtúa el diálogo. ¿Qué validez puede tener un intercambio de opiniones que no significan lo que expresan o que no se manifiestan directamente sino desde la duda y la suspicacia?

El lenguaje es un medio, pero también un fin en sí mismo. Es forma y también esencia. No asumirlo con rigor y responsabilidad nos lleva al vacío de significado. Y la política sin significado no es política.

Seamos exigentes, ya no solo con la Política sino con los medios, con los empresarios, con los sindicatos, con todos. La palabra vale, porque uno es amo y señor de las que calla, pero es esclavo de las que pronuncia. Las palabras determinan y nos determinan.

Una vez que las palabras parten desde el silencio cobran vida propia y ya no nos pertenecen. No seamos la rana de Clerc, no nos acostumbremos jamás a las palabras sin significado.

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