Al cumplirse cien años de la asunción de don José Batlle y Ordóñez a la presidencia de la República, las consecuencias históricas del batllismo aún son motivo de intensa polémica. Los que se consideran continuadores del movimiento afirman que cumplió la obra gigantesca de transformar un país pastoril y primitivo en una sociedad moderna y evolucionada. Según esta óptica el batllismo consolidó la soberanía nacional, estableció la democracia representativa, generó una sociedad integrada, razonablemente culta e igualitaria y creó, en definitiva, un país excepcional en un área señalada mayoritariamente por las abismales diferencias sociales, los golpes de fuerza y el retraso cultural.
Los adversarios del batllismo, fundamentalmente los de inspiración liberal y nacionalista, lo responsabilizan de los grandes males que afectan hoy a la sociedad oriental. Según esta opinión, el batllismo creó una sociedad condenada a la mediocridad, con la seguridad como bien esencial de la existencia y la renuncia al espíritu emprendedor y a la audacia. El batllismo —afirman—mató el tremendo empuje de los hombres que realmente modernizaron el país, los empresarios capaces de jugárselo todo a una idea o a un proyecto; el dinamismo de Reus, de Piria y de tantos otros que arrancaron el progreso del corazón mismo de la tierra y crearon una sociedad pujante y potencialmente rica, que fue calificada como "la California del Sur". Responsabilizaron al batllismo de algunos de los peores problemas del Uruguay de hoy; una burocracia estatal cara e inefectiva, un inveterado temor a todo lo que huela a innovación o riesgo, una tendencia general a refugiarse en el gris de lo mediocre, la nefasta idea de que hay que esperarlo todo del Estado benefactor. Y señalan, por último, que toda la concepción del "país modelo" derivado de los célebres Apuntes de don Pepe ha terminado en un fracaso rotundo, expresado esencialmente en la imposibilidad de sostener la industrialización sustitutiva de importaciones, con la consiguiente ruina del aparato productivo (asediado por cargas fiscales que lo hacen inviable), y en la parálisis económica del país establecida en los mismos años en los que el capitalismo mundial alcanzaba sus más espectaculares cotas de expansión.
Quedan entonces sectores fundamentales de la izquierda política como últimos defensores del estatismo batllista, oponiéndose con uñas y dientes a todos los procesos liberalizadores y vendiendo la ilusión de un regreso al país autosatisfecho y próspero de la primera mitad del siglo anterior.
A cien años de su primera presidencia y a 72 años de su fallecimiento, la formidable figura de don Pepe sigue generando polémicas y concitando adhesiones y críticas radicales. Pero nadie se atrevería a cuestionar su sitial de gran generador del país que hoy tenemos, el cual —con sus luces y sus sombras—sigue siendo excepcional en el panorama de un continente que parece condenado al subdesarrollo, la flagrante inequidad social, la ignorancia y la dependencia. (El Observador 2002)