La moral y la política exterior

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Hay posicionamientos políticos sobre actores internacionales que disgustan. Por ejemplo: ¿cómo es posible adherir a Maduro y su dictadura infame? En vez de eso, se dice, lo que corresponde es denunciar las violaciones a los derechos humanos de su régimen y apoyar radicalmente a la oposición venezolana.

El a priori lógico detrás de ese posicionamiento tan apoyado en la opinión pública reside en el deber ser moral: desde allí se califican los comportamientos de los actores internacionales y se define la política exterior del país. Ciertamente, cuando un Estado se compromete en acuerdos internacionales a cumplir con ciertas normas que luego incumple, la crítica se hace tan posible como justificada: para el caso, hay evidentes compromisos democráticos de acuerdos multilaterales regionales que la dictadura de Maduro viola. Sin embargo, el paso siguiente que muchas veces termina dándose, y que consiste en posicionarse en el mundo en base a alianzas condicionadas por una lectura moral internacional prodemocrática, es en verdad un paso equivocado.

La corriente realista en relaciones internacionales es la que separa radicalmente la moral de la política exterior. En su criterio, no importa si China viola los derechos humanos; si Rusia invade Ucrania; o si Estados Unidos elude acuerdos comerciales e impone barreras arancelarias en función de su criterio egoísta, por ejemplo. Quien define la política exterior no debe posicionarse a partir de estas realidades en un rincón moralista y desde allí criticar a Xi Jinping, a Putin o a Trump. Por el contrario, el realismo exige abandonar ese talante, ya que la política exterior debe centrar sus esfuerzos solamente en defender los intereses nacionales. Cada gobierno es soberano en su casa, y es completamente contraproducente andar por el mundo con un moralómetro decretando quién actúa correctamente y quién no.

Adoptar el criterio realista tiene pues enormes consecuencias. Los análisis sobre política exterior dejan de girar en torno a cuán amigo se es de tal o cual corrupto, llámese Maduro o Zelenski, y pasan a centrarse únicamente en qué interés podemos tener en vincularnos más o menos con Venezuela o con Ucrania, por ejemplo. Claro está, tal perspectiva elude historias sentimentales y personales, para obligarnos a pensar en términos geopolíticos y comerciales, con sus referencias históricas, sus datos económicos y sus posicionamientos estratégicos.

Para llevarlo a algo bien sencillo: yo puedo estar radicalmente a favor de la política exterior que lleva adelante Netanyahu (y, de hecho, con pocos matices, lo estoy). Pero cuando se define la política exterior de Uruguay, lo que importa no es comentar si Netanyahu es justo en sus ataques contra Gaza, sino admitirse que un acuerdo de cooperación tecnológica universitaria con Israel es enormemente beneficioso para el país, y que de ninguna manera puede compararse con algo similar a llevarse adelante, tal vez, con países árabes que para nada integran la élite tecnológica mundial (como sí lo hace Israel).

La política exterior es fundamental para un país pequeño. Quitemos del medio las dimensiones morales, ya que enredan nuestra capacidad analítica y nos impiden ver bien cuáles son nuestros intereses nacionales. Seamos así más realistas.

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