Abuelo Vicente era español. Hablaba en castellano —cosa que respetaba mucho— y como convivíamos, él filósofo y yo adolescente irresponsable, siempre me repetía: "Tú no sabes lo difícil que es ser inmigrante".
Tengo en el oído siempre las expresiones de mi abuelo y las siento repetidas al infinito cuando —como me dicen amigos jóvenes que afortunadamente nos acompañan en la aventura cívica— "si entrás al aeropuerto de Carrasco te ponés a llorar".
El 11 de diciembre de 1965, declarado huésped de honor de la República, por única vez en la historia nacional, un presidente del estado de Israel, don Zalman Shazar, pisó suelo oriental. El Presidente uruguayo era mi muy querido y recordado Alberto "Titito" Heber. La iniciativa para la visita fue de un prohombre de la colectividad judía, Herman Schaffer, prestigioso comerciante, padre de nuestro entrañable amigo y compañero de jornadas partidarias Juan Schaffer.
En aquella oportunidad de forma tangible vino a nuestro sentimiento que mantenemos, el sentido del nacionalismo patrio. En una nación que es un crisol de culturas, de razas, de procedencias, donde todo es nuevo y a la mano tenemos el antecedente de los antepasados. Incluso ahora, cuando dejamos atrás una circunstancia que para algunos nos resulta absurda, como el episodio plebiscitario, al desnudo queda el valor más contundente de los orientales que es el valor de la libertad y el respeto hacia quienes piensan, sienten y actúan distinto.
Plantarse ante los medios de comunicación y contemplar la realidad universal pone los pelos de punta.
Alguna vez creí que no tener petróleo bajo el suelo era una circunstancia indeseable. Ahora, ante los acontecimientos que conmueven al mundo, he pasado a pensar distinto porque parte de nuestra paz, pasa por la ignorancia que respecto de nuestro país tienen los grandes intereses internacionales.
He expresado en los últimos tiempos cuando compatriotas me han prestado atención —ubicado uno en la tribuna— que atrás dejo antecedentes irlandeses, ingleses, españoles, italianos y criollos de pura cepa. Parte del crisol a que he aludido en párrafos precedentes.
Un día, presidiendo la delegación uruguaya ante la Organización Internacional del Trabajo, me tocó hablar en la Conferencia Internacional del Trabajo de dicho organismo. La lista de oradores era inmensa. Hablaban en tal oportunidad, como siempre en el mes de junio, en Ginebra, Suiza, representantes de todos los países miembros, por parte de los trabajadores sindicalizados, de los empresarios organizados y de los gobiernos.
Mi asignación de tiempo eran diez minutos y me preparé para hablar ante el destino de la humanidad. Cuando me tocó el momento subí al estrado, con miedo de tropezar, con mi discurso escrito. En el gigantesco salón del "palais" de Naciones Unidas no había nadie. Sólo una delegación. A la que como puede suponerse consideré con mi máximo agradecimiento. Cuando terminé en el uso de la palabra, se acercaron sus integrantes y me dieron la mano. Era la delegación de Gran Bretaña, interesada en saber cómo un "Reilly" había llegado al Uruguay. No lo sé muy bien. Pero llegamos como llegaron los integrantes de la noble colectividad judía que hoy agasaja a la prensa nacional.