El proceso penal por abuso de menores que enfrenta el ex senador Penadés ha servido para comprobar varias cosas graves. No hablamos aquí del fondo del asunto, que ya ha sido calificado en columnas previas todo lo duro que se puede ser antes de una sentencia definitiva. Pero la marcha en sí del proceso, la decisión esta semana de dictarle prisión domiciliaria, y la transmisión de esa audiencia, ha expuesto varias cosas complejas.
La primera, la pobreza material en la que se mueve la justicia uruguaya. Con esto pasa como con las cárceles: a la mayoría no le importa, cree que nunca le va a tocar. Hasta que por algún motivo inesperado aterriza en el mundo kafkiano de nuestros juzgados, y se lleva un cachetazo despabilante del nivel de tercermundismo al que hemos caído. Como decía un penalista amigo en la espera de una audiencia de esas que tocan por ser redactor responsable de un diario: acá, y en la renovación de cédula, se ve el Uruguay real.
La segunda cuestión trágica que ha quedado en evidencia es la ignorancia absoluta que la mayoría de la sociedad tiene de cómo funciona el proceso penal. En especial, desde el cambio del sistema inquisitivo al acusatorio.
Pensábamos en eso viendo comentarios de figuras públicas que se indignaban porque Penadés “se iba para la casa”. En particular nos impactó el comentario de un médico que tuvo cierta notoriedad en pandemia, donde se paseaba por los canales mandando presos a quienes no respetaban una cuarentena que, desde ya, exigía debía ser forzosa. “Esta noche, un violador y pedófilo, imputado por múltiples delitos sexuales contra menores, se va a dormir cómodo a su casa. Esta noche, la sensación de desamparo que tienen nuestras infancias es desoladora. Esta noche, duele”.
Si dejamos por un lado el “cringe” de ese sentimentalismo impostado que le elevaría la glicemia a Benedetti, el comentario deja en claro la ignorancia general sobre el nuevo proceso penal. Por lo visto el Dr. en cuestión ya dictó sentencia, pero la justicia uruguaya no. Y el sistema acusatorio se basa en que los imputados, salvo excepciones, deben transcurrir el proceso en libertad hasta que se compruebe su culpabilidad.
Pero, además, la prisión domiciliaria, sigue siendo prisión. Está lleno de gente que cometió delitos graves que está en su casa con tobillera. Y en breve va a ser más, ya que la nueva gestión de seguridad ha dicho que quiere “ampliar las bocas de salida, y achicar las de entrada” al sistema carcelario. Si alguien con formación terciaria y relevancia pública no entiende estas cosas básicas, ¿qué podemos esperar de las decenas de persona de origen humilde que aguardan en torno a Fiscalía para saber de algún pariente que está detenido?
Pero hay una tercera cosa alarmante, que esta semana nos dejó en evidencia. Haciendo zapping, caímos de manera inocente en TV Ciudad, algo que no recomendamos a nadie con un mínimo de espíritu abierto, a menos que tenga a mano una provisión contundente de sedantes farmacológicos. Y allí estaba una de estas abogadas del consultorio jurídico de la UdelaR hablando del caso. Bueno, no es raro, porque sale más en la tele que Mirtha Legrand.
La profesional, otra que ostentaba un tono de emotividad temblequeante que dejaba a Ruben Darío al nivel de Schwarzenegger, afirmaba que lo de Penadés era la prueba que hay una justicia para ricos y otra para pobres. Es más, denunciaba que tanto la legislación como su aplicación dan una “excesiva preponderancia a los delitos contra la propiedad en desmedro de otros bienes jurídicos que generan un daño muchísimo más grande, donde las víctimas quedan tan afectadas, que nosotros las llamamos sobrevivientes”.
Más allá de lo satisfactorio de ver a alguien con un amor propio tan sólido, uno se podría cuestionar qué porcentaje de la sociedad comparte su escala de daño, o le importa cómo califiquen ella y sus “amigues” a nadie.
Pero más allá del sarcasmo imprescindible para poder sobrevivir pacíficamente a la convivencia con ciertas miradas, esto es grave. Si hay algo que marca el avance civilizatorio de una sociedad es el derecho, y en especial, el derecho penal. Significa que como individuos renunciamos a nuestro instinto básico de “ojo por ojo”, o a la justicia por mano propia, ante la promesa de que el Estado va a hacer cumplir ciertas normas que nos dan sensación de justicia. Acá tenemos un cambio en el proceso penal, que claramente (y en contra de lo que opinamos quienes lo impulsamos desde el principio) parece haber generado un retroceso en la confianza. Algo no se hizo bien. Y, como si fuera poco, tenemos a actores relevantes que se dedican desprestigiar todavía más al sistema, fogoneando una guerrita de clases ridícula, cuyo único fin es empujar una agenda ideológica y pecuniaria muy personal.
Después nos sorprendemos porque en ciertos estratos sociales cualquier pelea barrial termina a los balazos.