Josef Beran, un testimonio para la libertad

Luciano Álvarez

El 14 de septiembre de 1965 se abrió la última sesión del Concilio Vaticano II. La discusión sobre la libertad religiosa se venía arrastrando desde la primera (1963), en medio de iracundas discusiones saturadas de tanta ira como erudición. El tema era una piedra en el zapato vaticano. Cuando las Naciones Unidas proclamaron la libertad religiosa (1948), Pío XII guardó "un clamoroso silencio", al menos un progreso sobre sus predecesores. Para Gregorio XVI era un "pestilente error" ("Mirari vos", 1832) y Pío IX la llamó "locura" ("Quanta cura", 1864). Alfredo Ottaviani, principal voz conservadora en el Concilio, mantenía que "el error no tiene derechos".

Emile de Smedt respondió: "Muchos no-católicos sienten aversión contra la Iglesia (…) por la tendencia a demandar el libre ejercicio de la religión cuando los católicos están en minoría (…) y negar la misma libertad religiosa cuando son mayoría." John C. Murray, inspirador del primer documento, fue más contundente aún: "La Iglesia llegó tarde a una guerra ya ganada" y en todo caso se adoptaría "un principio aceptado por la conciencia común de los hombres y las naciones civilizadas."

En aquella última sesión, cinco días de tenso debate, habló un recién llegado: el cardenal checoeslovaco Josef Beran, un hombre pequeño, de penetrantes ojos negros, sonrisa fácil, pero también "un cabeza dura que no cede y que sobre todo no traiciona". Tenía 77 años y había pasado en la cárcel diecisiete de los últimos veintitrés. Primero fueron los nazis, luego los comunistas, que lo tuvieron catorce años sin el menor contacto con el exterior, ni siquiera escuchar la radio o leer la prensa oficial. Parecía el hombre ideal para refrendar a los conservadores.

Cuando Monseñor Lefèbvre le visitó, uno de sus asistentes quiso advertirlo; Beran le respondió, molesto, que sus observaciones no eran de buen recibo. En su intervención ante el Concilio comenzó por recordar que la opresión sobre el creyente es intolerable, bien lo sabía por experiencia. Sin embargo, "la opresión no es mejor cuando pretende ser usada para el bien de la Fe. Por ejemplo, en mi patria, la Iglesia católica parece experimentar una dolorosa expiación por las deficiencias y pecados contra la libertad de conciencia cometidos en su nombre (…), como sucedió en el siglo XV con la condena a la hoguera del sacerdote Jan Hus y en el siglo XVII la coacción de gran parte del pueblo de Bohemia para abrazar de nuevo la fe católica. (…) Es por esto que la Historia misma impulsa a este concilio (…) a proclamar el principio de la libertad religiosa y la libertad de conciencia."

Asimismo "debía encaminarse hacia un espíritu de penitencia ante las infracciones cometidas en siglos anteriores, en el campo de la libertad religiosa".

¿Quién era este Josef Beran que impresionó a todos los padres conciliares? Nacido en Pilzen en 1888, era el mayor de los siete hijos de un maestro de escuela, profesor de Teología Pastoral y rector del seminario de Praga desde 1929.

Los nazis lo enviaron a Dachau, junto con miles de judíos, unos 3.000 religiosos, la mayoría católicos, además de intelectuales y opositores políticos. El 29 de abril de 1945 fue liberado. Como tantos sobrevivientes sentía su salvación como un don inmerecido que debería regresar a Dios sirviendo al prójimo. También había recibido el don de convivir con todas las confesiones perseguidas.

En febrero de 1948, un golpe de estado llevó a los comunistas al poder. Beran, ahora arzobispo de Praga, lo rechazó mediante una carta pastoral, pero dejó las puertas abiertas para buscar un compromiso; incluso aceptó celebrar un Te Deum con la presencia del presidente Klement Gottwald y los principales dignatarios del régimen. Le ofrecieron encabezar una Iglesia, distanciada del Vaticano y apoyada por el régimen; Beran no aceptó. El gobierno comenzó a hostigarlo, creó "La Acción Católica" y financió su diario -Katolík-que se distribuía en la puerta de las iglesias. Estamos a las puertas de los sangrientos "Juicios de Praga", cuando el estalinismo eliminó a propios y extraños.

En junio de 1949 se celebra Corpus Christi en una catedral repleta. Entre el público abundan agentes del gobierno. Beran sube al púlpito y denuncia que la Iglesia Católica está siendo destruida paso a paso, que el Estado se ha adueñado de todos los derechos en materia de conciencia, fe y moral, imponiendo el marxismo como pensamiento único.

Los agitadores le interrumpen: "¡A la horca, a la horca su jefe y todos ellos!". Luego Beran oró por los que dudaban, por los que mantenían su fe y también por aquellos cristianos que se habían dejado tentar por beneficios materiales y poderes de corto plazo. El escándalo siguió frente al palacio episcopal. Beran apareció en el balcón y bendijo a la multitud que cantaba himnos religiosos, mientras otros le contestaban con La Internacional. Luego sonrió y dijo: "Es mejor volver a casa, no sea que les acusen de provocación".

Al día siguiente comenzaron sus catorce años de cárcel y aislamiento, con permanentes traslados secretos, de modo que nadie supiera donde estaba. Buena parte del clero y muchos laicos sufrieron trabajos forzados. Los protestantes no sufrieron la misma represión -hubo también un protestantismo oficial- hasta 1952, cuando se lanzó una campaña contra todas las religiones consideradas como "un oscurantismo destinado a la inevitable extinción".

En 1965 fue liberado, expulsado de su patria y se integró a los trabajos del Concilio Vaticano II. Si hombres como Murray sembraron de razón el Concilio, es imposible olvidar el aporte de Beran para la aprobación de la Declaración de Libertad Religiosa (2.308 votos y solo 70 negativos).

El cardenal Berán murió el 17 de mayo de 1969. Unos meses antes, con motivo de la inmolación del estudiante Jan Palach, dirigió un último mensaje a su pueblo: "Ha llegado la hora de olvidar el pasado. No consumamos en el odio nuestras energías espirituales, invirtámoslas en la concordia, en el trabajo, en el servicio de nuestros hermanos".

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