En Star Trek, el capitán Kirk nos invitaba a explorar a donde ningún hombre había llegado antes. Y, si uno presta atención, eso es precisamente lo que está ocurriendo hoy con la Inteligencia Artificial (IA) Generativa. Nunca antes una tecnología se había animado a tanto: a escribir novelas, a pintar cuadros, a componer sinfonías… a crear. Pero, como suele suceder cuando la técnica avanza más rápido que la norma, lo que para la ciencia puede ser un logro, para el Derecho se vuelve un problema. ¿Quién es el autor de una obra generada por IA? ¿El programador, el usuario, la empresa desarrolladora? ¿Y si nadie intervino lo suficiente? ¿Debe quedar sin dueño y pasar directamente al dominio público?
Estas preguntas no son retóricas ni abstractas. Son cada vez más urgentes. Porque en la medida en que las creaciones generadas por IA empiezan a ocupar un lugar en galerías, plataformas y librerías digitales, el Derecho, particularmente el de Propiedad Intelectual, se ve obligado a repensarse. Es que, tradicionalmente, el Derecho de Autor ha girado en torno a un principio básico: el autor es una persona humana. Desde Locke hasta Kant, la idea subyacente ha sido que la creación es un fruto del intelecto y la personalidad del individuo. Pero, ¿qué ocurre cuando ese “intelecto” es artificial?
Si bien es cierto que la antropomorfización de la nomenclatura IA genera un sesgo romántico y humanizante a aquello que quizá simplemente deberíamos entender como algoritmos informáticos o creatividad algorítmica, la respuesta a la pregunta anterior depende de dónde nos ubiquemos en el mapa. En los EE.UU., la Oficina de Derechos de Autor ha sido tajante: no hay protección sin autoría humana. Casos como Thaler v. Perlmutter y Kashtanova v. U.S. Copyright Office han dejado en claro que las máquinas, por sí solas, no generan derechos tuitivos de las obras producidas.
El Reino Unido, por el contrario, recurre a una ficción legal: la autoría recae en quien haya hecho los “arreglos necesarios” para que la computadora genere la obra. Una solución pragmática, aunque no exenta actualmente de controversia. La Unión Europea, mientras tanto, sigue sumida en un silencio regulatorio al respecto, no obstante la aprobación del todavía reciente Reglamento de Inteligencia Artificial.
Más allá de estas respuestas disímiles, lo cierto es que el paradigma autoral se encuentra en crisis. ¿Puede una máquina ser original? ¿Puede expresar una personalidad? ¿Y qué deberemos hacer cuando sus “creaciones” resulten indistinguibles de las humanas?
Si la autoría plantea preguntas filosóficas, la infracción y violación de propiedad intelectual plantea consecuencias económicas. Porque muchas de las IAs generativas más populares (como ChatGPT, Midjourney, Claude o Microsoft Copilot) se entrenan con vastas cantidades de datos, muchos de ellos protegidos por derechos de autor. Fotografías, textos, ilustraciones, partituras: todo sirve para alimentar el algoritmo. Y aquí surge un segundo problema: ¿Viola la IA los derechos de los autores cuyo trabajo se utilizó sin permiso para su entrenamiento? ¿Existe responsabilidad civil por estas potenciales infracciones? ¿Quién debería hacerse cargo? ¿El creador del modelo, el usuario final, o ambos?
Los tribunales, al día de la fecha, todavía lo están deliberando. En EE.UU., más de treinta casos están aún en marcha, pero ninguno ha llegado a sentencia firme. El más cercano a ello es Concord Music Group, Inc. et al. v. Anthropic PBC, donde se denegó una medida cautelar contra la empresa propietaria de la IA por falta de prueba suficiente de las demandantes. En Europa, el caso S. Š. v. Taubel Legal, resuelto en Chequia, estableció que las creaciones de IA sin intervención humana no pueden ser protegidas y, por ende, no generan responsabilidad alguna. Otra vez: no hay consenso. Lo curioso es que, mientras la autoría sigue sin definirse, la posibilidad de reclamos por infracción se vuelve cada vez más real. Paradójicamente, una obra generada por IA puede que no tenga autor, pero sí que tenga víctimas.
En América Latina, el debate aún es incipiente. La Ley uruguaya de Derecho de Autor, al igual que su par argentina, presupone una intervención humana. No contempla la existencia de creaciones autónomas por parte de sistemas algorítmicos. Y, aunque en Argentina ya se han presentado proyectos de ley para regular la IA, estos no han avanzado significativamente. Sin embargo, la realidad siempre se impone. Las empresas de la región ya utilizan IA para generar contenido, las universidades comienzan a debatir estos temas en sus claustros, y los juzgados pronto tendrán que enfrentar casos como los que ya ocupan a sus pares del norte. La gran pregunta, entonces, no es si este debate llegará, sino cuándo, y cuán preparados estaremos para recibirlo.
Frente a este panorama, surgen propuestas. Algunos sugieren crear un nuevo tipo de derecho, sui generis, para las obras generadas por IA. Otros abogan por una solución más radical: dejar que todas estas creaciones ingresen automáticamente al dominio público. Es una visión provocadora, pero que tiene sus méritos: evitaría monopolios tecnológicos, facilitaría el acceso y promovería la innovación. En cualquier caso, lo que está claro es que el Derecho de Autor necesita adaptarse. Y no solo por una cuestión técnica, sino porque está en juego el equilibrio entre creadores, usuarios, plataformas y la sociedad toda.
El arte, la cultura y la innovación están siendo redefinidos por estas nuevas tecnologías que transforman la pregunta de quién es el autor en una incluso más compleja: ¿qué hace que un autor sea un autor y no otra cosa? En definitiva, si las máquinas ya han ido a donde ninguna había llegado antes, nos toca ahora a nosotros, los humanos, ir con ellas. Para pensar y decidir cómo queremos que sea esta nueva frontera de lo posible.
*Director de Investigaciones Jurídicas de la Fundación Libertad