Heridas abiertas

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Mientras que es extraño llegar a un país en guerra y no ver la guerra sino solo, por momentos, escucharla, es lógico irse con más preguntas que con las que se llega. Las certezas son esquivas y en cada esquina resuenan voces fantasmagóricas que repiten que nada es lo que parece.

¿Cómo aprehender el alma de un país y embotellarlo en unas palabras? ¿Qué me están contando? ¿Qué no me están contando? ¿Qué cara me quiere mostrar el gobierno? ¿Qué cara no quiere mostrar el gobierno?

En la Tierra Santa más feroz que ha conocido la historia, la energía es desbordante, pero también es una pelota que se te atraganta entre la garganta y el pecho. Estar de excursión en un país en guerra es peculiar. Es raro que te lleven y te traigan en un ómnibus con periodistas de América Latina a quienes el Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel invita para que vean lo que no ven desde sus países. En Tel Aviv aclaran que podemos estar tranquilos porque si suenan las alarmas que avisan que un misil está en camino, hay 90 segundos para correr hasta resguardarse durante, al menos, 10 minutos en un refugio. En otras partes esos segundos son 15.

Después te recuerdan que hay más heridos en el trayecto a los refugios que por los cohetes. O que en un año promedio los accidentes de tránsito matan más que la guerra. Eso de este lado.

Porque del otro, el que no se ve, los muertos son tantos que ya nadie sabe cómo contarlos. Sobre Gaza llovieron desde el 7 de octubre más explosivos que todos los que cayeron sobre Londres, Dresde y Hamburgo durante la Segunda Guerra Mundial. No es un dato que el israelí de a pie maneje. Tampoco ve las imágenes de la destrucción sino solo aquello que el gobierno autoriza.

Un grupo de israelíes teme a diario por su vida: los rehenes que están desde el 7 de octubre de 2023 en manos de Hamás. Habla la madre de uno de los 24 que se presumen con vida (todavía no volvieron 59). Extraña escuchar su voz, ver la cama revuelta, no puede con la incertidumbre.

Habla otra mujer con familiares en manos de terroristas. Dice que 59 no es un número, son historias. Aclara que lo que se ve en las calles no son pósteres, que hay que hacerlos realidad. Quiere que la gente en Gaza tenga paz y una vida digna porque ellos también son rehenes de la situación.

Es lunes de tarde en hora pico en Tel Aviv. Cincuenta personas cortan la calle para protestar. El reclamo es uno: “Los queremos a todos de vuelta ya”. En la Plaza de los Rehenes un hombre toca algo triste en un piano, una pantalla cuenta días, horas, minutos y segundos desde el 7 de octubre.

Entre los familiares de los rehenes y el gobierno hay un abismo. Ellos hablan de los secuestrados. Los otros, de distintos enfrentamientos. Mientras una parte del mundo se escandaliza por la devastación de Gaza, el gobierno se considera en la primera línea de una guerra contra radicales islamistas que quieren destruir Israel, hacer de Europa un Estado Islámico, para luego ir por Estados Unidos y América Latina.

La idea de Trump para Gaza, de que se convierta en un Dubái sobre el Mediterráneo, no la ven tan descabellada. Si hubiera países dispuestos a recibir a gazatíes, la mitad se querría ir. Necesitan primero eliminar a Hamás y hacer posible que un porcentaje no menor deje la Franja. Es una cuestión de números. En un territorio pobre, con menos gente, hay más posibilidades. ¿Qué hacer con los que no se quieran ir? ¿Hasta qué punto está dispuesto a llegar el gobierno? Son preguntas que quedan en el aire, y sumadas a los avances sobre Cisjordania, dejan en entredicho un eventual Estado palestino.

Es jueves y junto a la Franja de Gaza sobrevuelan los aviones de combate. Se escuchan los bombardeos. Se siente la artillería de los tanques. Lo único que se ve en el horizonte es un territorio aplanado, una línea de escombros. Solo escombros. Ver las viviendas quemadas del kibutz Nir Oz, la comunidad más afectada por la masacre terrorista del 7 de octubre, ver los juguetes que quedaron en la puerta de la casa de los Bibas, escuchar a una madre que todavía tiene a dos hijos secuestrados en Gaza, pero que insiste con la paz y que espera que se esté haciendo lo imposible por liberarlos porque si no sería una vergüenza.

El dolor y el trauma colectivos unieron a este país, pero no taparon las fracturas que ya existían. En el Museo de la Tolerancia, alguien pegó un post-it dirigido al primer ministro: “Fuck Bibi”, a quien muchos acusan de alargar la guerra para sobrevivir.

Mientras tanto, se acrecientan las dudas sobre la catástrofe en Gaza y el impacto en la imagen de Israel, sobre el alma de una tierra de milagros y de tragedias, sobre si este país podrá seguir siendo judío y democrático -la cuestión esencial sobre ese Israel que no se ve, pero que corre el riesgo de agrietarse todavía más al caer rehén de los extremos.

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