El verano invita a desenchufarse, a tomar vacaciones no solo de aquellas actividades que nos obligan a marcar tarjeta -en sentido real o figurado-sino de los asuntos y preocupaciones que tenemos dando vueltas en la cabeza.
Ese desenchufe veraniego lleva a que el editorialista -en este caso, un servidor- que tiene un ritmo marcado durante todo el año de una entrega semanal, encuentre menos temas para sus columnas y menos impulso para llenarlas. O, quizás, que le dé por llenarlas con temas más plácidos, más para ser leídos bajo la sombrilla en la playa o sentado a la sombra del parral y de bombacha desprendida si es en el campo.
Es en ese tono que me dispongo a darle lugar a lo que podría llamarse una batalla personal: o, más bien, una molestia personal. En concreto: me molesta personalmente y lamento por el Uruguay que se haya generalizado y que se mantenga un culto a la grandilocuencia.
El diccionario de la legua castellana (publicación desconocida para muchos) describe la grandilocuencia como “elocuencia muy solemne o elevada, generalmente con afectación o exageración”. En mi pasaje por el Senado tuve oportunidad de escuchar un chascarrillo que atribuía a cierto senador un empaque oratorio tal que hasta para pedir que cerraran la ventana hacía un discurso. La anécdota es falsa en cuanto no hay ventanas en el recinto del senado: en lo demás es bastante cierta.
Pero el asunto no está tanto en la extensión del discurso sino en la adjetivación: cualquier menudencia es considerada gravísima, es fuente de honda preocupación o le trae recuerdos de la dictadura. En el debate actual para pronunciarse en contra de la LUC se pinta a esta ley (que está tranquilamente vigente hace un año) como causa de ruina general para la República. Siguiendo esa línea de exceso, las huelgas son contra el hambre (como si esto fuera Biafra), las renuncias son siempre indeclinables, los opositores siempre representan al pueblo (aunque, por definición, el gobierno tiene más pueblo porque tuvo más votos). El adversario político no tiene una opinión diferente sobre política económica sino una disposición expresa a perjudicar a las grandes masas. El Antel Arena o es un ícono del desarrollo tecnológico y modelo de audacia empresarial o es un monumento al despilfarro y al uso de los dineros públicos como escalera de ascenso político. Nada menos que de genocidio acusaron al gobierno (después de eso a la señora la hicieron presidenta del Sindicato Médico, con lo cual todo el mundo terminó de entender por qué nadie había tomado en cuenta las sugerencias del SMU para la pandemia).
Hay una cultura del amontonamiento de palabras, sobre todo de adjetivos. El reportero del informativo de televisión te cuenta el hecho, luego te lo resume y te lo repite. Al día siguiente te lo vuelve a contar, y si se trata de la crónica policial, todo es con superlativos.
El uruguayo no es, de por sí, un tipo pomposo. Pero hay ciertos asuntos que, para él, siempre están o en el límite o en el paroxismo: se expresan siempre en términos de vida o muerte, de salvación o catástrofe (en ambos casos, totales). Sobre esos asuntos no se razona: se dictamina. Naturalmente se torna particularmente difícil llegar a acuerdos políticos cuando cada una de las partes, o sus voceros más diligentes, son la grandilocuencia en dos patas.