Hay dos acciones en política que si no se las encuadra bien generan una profunda contradicción. Por un lado, está la necesidad de abrir lo más posible el abanico de opciones partidarias, de manera de promover que distintos grupos se sientan afines y representados, que participen de su vida interna y lo voten en elecciones. Por otro lado, está la necesidad de poner límites en la identidad: si bien el movimiento aperturista “atrápalo todo” y seductor para distintos sectores es vital para ensanchar al partido, el discurso no puede terminar transformándose en una cacofonía en la que cada sector hable a su propio nicho y dañe a una columna vertebral de valores que resultan esenciales para la autodefinición partidaria.
En estos años el discurso de género complicó mucho a los blancos. Ha promovido una mayor integración y participación de las mujeres en política, pero las ha planteado a través de políticas específicas con relación a las reglas electorales. Por un lado, hubo un primer reflejo, muy natural entre los blancos, que refirió al respeto por la igualdad: un partido cuya identidad reposa en la defensa del sufragio libre y de la igualdad ciudadana, obviamente se mostró sensible a un discurso que decía querer garantizar esa igualdad cuando refería a la participación de las mujeres en política.
Por otro lado, tras ese reflejo tan compartible, los blancos estuvieron incómodos con las medidas concretas en favor de esa mayor participación femenina. Porque hay otro principio partidario sagrado, que hace a su esencia liberal, que es el que fija la Constitución tan sabiamente con aquello de que todas las personas son iguales ante la ley, no reconociéndose otra distinción entre ellas sino la de los talentos o las virtudes. Entonces, en todos estos años hubo una preocupación genuina por dar chances de mayor participación a las mujeres en política, pero también por tener cuidado de respetar los talentos y las virtudes de cada uno sin cometer injusticias con reglas de juego discriminatorias.
Con esa tensión convivieron los blancos hasta que se fue haciendo cada vez más protagónica la propaganda promovida por las agencias de la ONU que pateó la estantería. No importó más nada ningún principio liberal. Se avanzó en un feminismo excesivo y agresivo, que terminó en iniciativas dramáticas que cambiaron las reglas de juego también en cuestiones de convivencia social y familiar básicas, y que incluso atacaron, por ejemplo, el principio elemental de presunción de inocencia de los varones. En participación política, se aprobó el tercio de representación para el otro sexo, que en concreto se tradujo por esa cuota para las mujeres. Y la cultura hegemónica izquierdista, casada con esos valores globalistas de la ONU y a la vez siempre divorciada de los valores liberales de convivencia social, se embanderó con toda esa agenda: quien no la compartía pasaba a ser considerado, sin ambages, como un minusválido moral.
A todo eso se enfrentó el Partido Nacional. Por un lado, tuvo el reflejo de abrir el abanico para incluir lo nuevo; pero por otro lado se asqueó del feminismo marxista cultural. Al final, fueron las urnas las que dictaminaron: todes les blanques pro- discurso extremista votaron mal y quedaron fuera del Parlamento.
Vox populi, vox Dei.