La muerte puede ser una sorpresa o anunciarse cuando estamos conscientes de que es inevitable y llegará pronto. Hay muchos escenarios posibles. Si se diera el caso que prevé el proyecto de ley presentado por Ope Pasquet y al que luego con algunas modificaciones adhirieron legisladores de otros partidos políticos, ¿cómo actuaría cada uno?
Algunos prefieren no pensar en ello. A mí me gusta pensar que tendré el coraje de enfrentar la muerte con lucidez y la generosidad de ahorrar a mis seres queridos la contemplación de una miserable agonía. Seguramente querré estar en mi casa, vestida, rodeada de mi familia. No en una cama llena de tubos, sondas, drogas que irán aumentando la dosis hasta que la muerte me encuentre inconsciente. Porque la elegancia también importa para el recuerdo que dejaré.
Si otros prefieren morir en la inconsciencia o sufrir hasta el final, tienen todo el derecho de hacerlo. Este proyecto de ley no obliga a nadie, ni al paciente ni al médico.
Los opositores a esta ley han cambiado sus argumentos. Antes la objeción era “Es Dios quien da la vida y solo Él puede quitarla”
A mí la vida me la dio la joven pasión de mis padres. En este punto no hay conflicto, ya que cada uno tiene sus creencias. El conflicto surge en la segunda aseveración, cuando pretenden que lo que su religión prohíbe sea también prohibido para todos y el que viole esa prohibición sea considerado un delincuente ante la ley secular.
Recientemente, conscientes de la idiosincrasia de nuestro país y de que en todas las encuestas la mayoría de la población, inclusive creyentes, prefieren decidir libremente sobre su vida, han cambiado hacia un discurso que elude mencionar la religión y refiere a la biología, a la naturaleza o a una ética que pretenden universal.
La proliferación de un discurso moral que cuestiona al Estado, desde valores que en su inicio se reconocen como propios del espectro discursivo católico y evangélico (como la defensa de la familia tradicional, la vida y la libertad de los padres de educar a sus hijos), logra así trascender a las instituciones religiosas clásicas y aglutinar a otros actores no religiosos en distintos espacios de la esfera pública: calles, redes sociales, medios de comunicación, parlamentos.
Sus argumentos dicen ser racionales pero esa racionalidad sucumbe ante la certidumbre emocional de sus creencias. Por ejemplo: “La eutanasia se puede sustituir por cuidados paliativos” ¡Falacia de falsa oposición!, exclamaría Vaz Ferreira.
Alegan que el paciente podría suicidarse, pero muchos pacientes no pueden o no saben cómo hacerlo. Tampoco quieren recurrir a un método sangriento o brutal que deje un horrible recuerdo a sus seres queridos. El médico es necesario.
Objetan términos del proyecto, como que no obligue a que sea una enfermedad “terminal”. Un joven deportista que sufre un traumatismo que lo deja paralizado desde el cuello, podría si tuviera los recursos suficientes vivir muchos años. Está perfectamente lúcido, pero no puede moverse. Necesita que lo laven, que lo alimenten, no depende de sí mismo. No siente dolor, pero no quiere esa vida. ¿Acaso alguien la querría?
Protestan que no participe un psicólogo para decidir si el paciente está lúcido, que no diga que sea el médico tratante quien intervenga, así como otros detalles que no hacen al fondo del asunto.
Ante la pregunta de si agregamos un psicólogo y un médico tratante ¿entonces la votarían?, la respuesta es siempre que no, que se oponen a la eutanasia y punto.
Hay otros argumentos que me da pena enumerar, ya que recurren a teorías conspirativas atribuyendo malas intenciones a la familia, los médicos, las instituciones de salud o los políticos, asegurando que promueven la eutanasia para ahorrar en tratamientos, en pensiones a la vejez o hasta para disminuir la población mundial. Sin embargo, muchos cristianos tienen una visión más caritativa de la eutanasia:
El filósofo católico y declarado santo Tomás Moro dice en su Utopía: “Cuando un enfermo es incurable y padece sufrimientos atroces, los médicos y sacerdotes deben acercársele y pedirle que acepte que está sobreviviendo a su propia muerte. Que no dude en liberarse o dejar que otros lo liberen. Y así realizan una obra piadosa y santa.”
Michel de Montaigne en el ambiente cristiano culto del Renacimiento, afirmaba: “Dios nos da licencia suficiente cuando nos pone en un estado tal que el vivir es para nosotros peor que el morir”.
El centro del asunto es la persona sufriente. El médico no “ofrece” la ayuda al suicidio. Es el paciente quien la suplica, y el médico puede acceder o negarse, según sus convicciones.
Es perfectamente legítimo que personas consideren que su vida pertenece a Dios, a la Revolución, a la patria, a un líder, o a alguna causa que haya abrazado, por lo que no tiene la libertad de disponer de su propia vida y es su deber esperar a que causas ajenas a su voluntad determinen cuándo y cómo morir.
La cuestión es entre la libertad y su freno. El freno es el miedo. Miedo al castigo que sobrevendrá no solo en el más allá sino en este mundo, bajo la ley penal del Estado.