Hay una puerta ahí” es lo que se cuenta en la película del mismo nombre que dijo el enfermo terminal Fernando Sureda a su familia, poco antes de morir. Es una frase enigmática y a la vez esperanzadora: después de un sufrimiento prolongado, por una enfermedad que Sureda ha personalizado como “esta hija de puta”, al borde de la muerte se le escuchó decir, en sus desvaríos, que ahí había una puerta. Sin duda la salida de su dolorosa agonía, tal vez hacia la nada, tal vez hacia otro plano. “Morir, dormir, soñar acaso”, ponía Shakespeare en boca de Hamlet.
El misterio de la muerte atraviesa toda la historia del arte universal. Estimula la fe religiosa en el más allá y es negada por quienes se aferran al materialismo. Pero la certeza de unos y otros es incomprobable. Desde mi actitud agnóstica, me hace bastante gracia el fundamentalismo de ambas partes: es imposible saber si tienen razón tanto los que postulan la inmortalidad del alma, como quienes se convencen estoicamente de que del otro lado de la puerta está la nada. Hay que haberlo experimentado para comprobarlo, y en ese caso, si la razón la tienen los materialistas se quedarán sin saberlo nunca, porque con su cuerpo se extinguirá también su conciencia.
Por eso el título de esta columna.
Cuando Samuel Beckett denominó su sombría pieza Esperando a Godot, aludía simbólicamente a la vida como espera, en ese caso, de la trascendencia que nunca llegaba ni llegaría. Un par de décadas después, nuestro gran Jacobo Langsner aludió a lo mismo en su grotesco criollo Esperando la carroza. El título refiere a esa familia de clase media que aguarda la llegada del vehículo que traerá el cuerpo de su mamá Cora, pero en un plano más profundo dice otra cosa: todos, con nuestros pequeños azares cotidianos, a veces cómicos y a veces patéticos, estamos en la mera situación de aguardar la muerte. Podemos hacer revoluciones, generar progresos científicos y maravillosas obras de arte, o podemos simplemente transitar la vida con grisura y sin ambiciones, pero todos terminaremos en el mismo resumidero. “Que a papas, emperadores y prelados, así los trata la muerte como a los pobres pastores de ganados”, escribió Manrique hace seis siglos. O en la versión discepoliana del siglo XX cambalache: “Dale que va, que allá en el horno nos vamo a encontrar”.
En esa tradición se inscribe la preciosa película documental creada por Juan y Facundo Ponce de León, a partir de las sesiones de terapia virtual entre el paliativista español Enric Benito y el uruguayo Fernando Sureda. Es el curioso reality de una agonía, donde no hay artificio de ningún tipo: solo existe un formidable trabajo de edición, que consistió en seleccionar los momentos más importantes de una serie de videollamadas que sumaban muchas horas. “El cine es la realidad a la que se le cortan las partes aburridas”, dijo alguna vez Alfred Hitch-cock, y lo grandioso de Hay una puerta aquí es que el criterio de selección de diálogos no es el de la diversión, sino el de la intensidad de los intercambios.
En momentos en que Uruguay discute un proyecto de ley de legalización de la eutanasia, es apasionante ver cómo Enric recurre a los argumentos tradicionales en favor de desear la vida y la manera tan dura como precisa con que Fernando los rebate. Hace reír cuando el primero le sugiere que mire fotos de su familia y el segundo le responde que ya las vio todas, miles de veces. Conmueve tremendamente escuchar a Fernando putear contra su enfermedad, explicando que lo va paralizando de a poco. Abomina del hecho de que la enfermedad lo mantenga consciente y con la capacidad de hablar; es una paradójica maldición que pueda seguir expresándose, carente de otro dominio que no sean los de la razón y la palabra. Me hizo acordar a otra obra de Beckett, escenificada aquí en los años 90 por Dahd Sfeir, donde el escenario está íntegramente tapado por una pesada tela negra, de la que únicamente emerge una boca que habla. La comunicación oral como última herramienta de rebeldía inútil.
Sin embargo, se equivocan quienes prejuzgan que se trata de una película sombría y pesimista. Es todo lo contrario: Hay una puerta ahí es un himno a la resiliencia y la solidaridad.
La evolución de Fernando Sureda es la de un hombre que se siente atormentado por una enfermedad que le quita su condición de proveedor familiar y lo fuerza a depender de sus seres queridos, a otro que anhela los encuentros virtuales con su amigo, y que recibe de sus familiares directos el amor que se demuestra en las malas: en la protección, el amparo, la empatía.
Como escribió Miguel Pastorino en una reciente columna del semanario Voces, el tema central de la película es el de la vulnerabilidad: atrevernos a admitir que dependemos del amor de los otros y que nuestra condición efímera contradice el absurdo mito posmoderno de la productividad como único sentido de la vida.
Amar y dejarse amar, hasta que nos enfrentemos a la inexorable puerta que habrá ahí.