Mi madre es bibliotecóloga de profesión, por lo que cada rincón de mi casa tenía una biblioteca. Quizás de ahí surgió una costumbre bastante indiscreta que tengo cuando voy a una casa ajena, que es curiosear la biblioteca. Los libros que tienen, los que no, cómo están ordenados o desordenados, dice mucho de los dueños de casa. Me he sorprendido en ocasiones con las facetas que descubro de las víctimas de mi indiscreción. Intereses no evidentes, motivaciones poco visibles, conversaciones que no hubieran surgido de otra forma: cuáles son sus libros preferidos, cuáles los marcaron, cuáles fueron su decepción o cuál es el próximo que van a leer. Y, sobre todo, por qué. Irene Vallejo le decía a Emanuel Bremermann en su pasaje por Montevideo: “Una biblioteca es como una destilación de nuestra biografía. Estamos allí, en esa combinación de libros que es única, porque no hay ninguna biblioteca que sea igual. En ella hay también un pozo de nuestra identidad”.
Me resulta fascinante ver el proceso de construcción de cada biblioteca personal. Nuestro vínculo con cada libro comienza mucho antes de empezar a leerlos: su búsqueda, su elección, su llegada a casa y, luego, su turno de ser leído. Hay libros que elegimos y hay otros que nos eligen. Algunos pareciera que están ahí en el estante, esperando que pasemos para dejarse ver. Hay otros que compramos y quedan esperando discretamente hasta que llegue su turno, a que el destino o el azar los pone en nuestras manos en el momento justo.
Los libros que terminan en nuestra biblioteca son mucho más que su contenido. Son quién nos lo regaló o recomendó, dónde los compramos, con quién lo comentamos, en qué momento vital de nuestra historia los leímos y cómo impactaron en nosotros mientras recorrimos sus páginas. Son ese pedacito de hogar que nos acompaña en cada viaje y nos hace compañía cuando estamos solos. Son también los que nos ayudan a encontrar un espacio de soledad cuando precisamos no estar acompañados.
Los japoneses le dicen Tsundoku a comprar más libros de los que uno puede leer. Existen por ahí en internet grupos de apoyo a compradores compulsivos de libros, a los que nunca me atreví a asomar la nariz, entre otras cosas porque no tengo el más mínimo interés de curarme. Porque soy más de la filosofía de Arturo Pérez-Reverte que dijo alguna vez, “una cuarta parte de mi biblioteca no la he leído y tal vez no llegue a hacerlo nunca. Pero es que una biblioteca, además de memoria y archivo de lo ya leído, es un proyecto de vida”.
Una biblioteca es, de alguna manera, un deseo de inmortalidad. Un anhelo inconsciente de tener el tiempo suficiente de leerlos todos. Son los libros que leímos y nos transformaron, los que nos regaló alguna persona especial, los que nos acompañaron y los que soñamos con leer en algún momento. Un proyecto imperfecto e inconcluso, como la vida misma. Que, a través de cada libro que regalamos, cedemos, prestamos o damos en herencia, germina y se multiplica en la biblioteca de quienes los reciben en sus estantes. Y, así como los libros hacen inmortales a sus autores, las bibliotecas hacen eternos a sus dueños. Son la huella infinita de sus creadores.
A todos los constructores de bibliotecas, feliz día nacional del libro.