El debate entre los candidatos a la Presidencia argentina fue, culto, civilizado, formalizado y sin enfrentamientos ideológicos, en suma aburrido. Según sus analistas terminó en un tímido empate sin logros apreciables para ninguno, aun cuando el hecho de no haber otorgado ventajas favorezca a Milei. Un resultado que muchos califican como desastroso para el postrado país hermano.
Sergio Massa un peronista de poca sustancia abocado a defender lo indefendible en un país que bate los récords de desorden económico, hizo mejor papel del esperado. Pretendió dar imagen de un equilibrado economista llamado tardíamente a contener el derrumbe y en cierto modo lo logró, manteniendo una calma socrática en gestos y miradas y apelando permanentemente a una suerte de mesianismo otorgado por la ciclópea función que desempeña. Seguramente lo sostenía la seguridad que el peronismo aun fuertemente herido, particularmente en su ala cristinista, conserva un resto de energía que le asegura un respaldo de alrededor del 30% del electorado además del corrupto aparato sindical. Es un dato respaldado por la historia que el populismo de izquierda del peronismo, asistencial como todos ellos, a diferencia del de sus símiles, ha logrado sobreponerse a crisis aparentemente terminales, para luego resurgir. De cualquier forma su actual esperanza, lejos de la del pasado, es llegar segundo, desplazando a Bullrich en el próximo balotaje.
“Juntos por el cambio”, la esperanza civilizada, compite signado por el mal ejemplo del gobierno de Macri en el período anterior, pese a que supo aventajar al peronismo en las recientes elecciones. Su representante Patricia Bullrich está lejos de derramar carisma y se muestra incompetente en materia económica. Ocupando la centro derecha se sitúa entre la izquierda peronista y el liberismo de Milei que desde ambos flancos la comprimen con sus ataques. Hasta ahora las encuestas la colocan tercer lugar, fuera de competencia para la próxima vuelta. De favorita pasó a perdedora.
En cuanto a Javier Milei, las mediciones le otorgan el triunfo. Se trata de la ultraderecha argentina, que sostiene, siguiendo al libertarismo (no al liberalismo), que el gobierno debe encargarse únicamente de la protección policial, la vigilancia de contrato y la defensa nacional. El resto, incluyendo las libertades económicas las ejerce libremente el individuo a efectos que cada uno se obligue siguiendo su arbitrio y su capacidad de trabajo. Su liberismo pregona que el progreso individual con fines egoístas hace innecesaria toda norma, regla o mecanismo -excepto tribunales- que inhiba la creatividad humana.
Al adoptar estos principios, que aparentan novedad, se separa de gran parte de la teoría política, generando la sensación de irrealidad que lo rodea. Para sus seguidores sólo importa en definitiva el derecho a la propiedad que corresponde ganar a cada individuo, con lo cual excluyen para éste cualquier derecho a la asistencia social. Por lo mismo consideran que un sistema ilimitado de capitalismo “laissez-faire” es el modelo social más indicado, pese a que la historia no lo corrobora. A la vista de estas ofertas ninguno de los tres modelos en pugna parece asegurar a los argentinos un futuro promisorio. Un mal pronóstico para una gran nación.