El caso sucedió en 1560, en Artigat, al pie de los Pirineos franceses. Fue uno de los jueces, Jean de Coras, quien primero narró los pormenores del suceso bajo el título de "Sentencia memorable del Parlamento de Toulouse, conteniendo una prodigiosa historia de un supuesto marido, ocurrido en nuestro tiempo, enriquecido de ciento once bellas y doctas anotaciones". Un actuario del juicio, Guillaume le Sueur, también publicó su versión "La admirable historia de un falso y supuesto marido".
En 1588 Michel de Montaigne comentó el caso en sus célebres "Ensayos" condenando la "temeridad singular" con la que jueces como Jean de Coras decidían terribles condenas sin fundamentos suficientes.
Pasaron los siglos y el suceso siguió atrayendo la atención. En 1841 Alejandro Dumas lo incluyó en su colección de "Crímenes Célebres", Rubén Darío lo publicó en 1914 como cuento en La Nación de Buenos Aires y en los Estados Unidos se convirtió en un tópico clásico de la criminología: en ese carácter se publicó en "Casos famosos de evidencia circunstancial" (Samuel March Phillips, 1873) y de allí lo tomó Janet Lewis en 1941 para convertirlo en novela -"La mujer de Martín Guerre"- y luego en una ópera con música de William Bergsma, estrenada en 1956 en New York.
Por vía de la novela de Lewis volvió a su país de origen cuando el cineasta Daniel Vigne, con guión de Jean-Claude Carrière dirigió "El retorno de Martín Guerre" (1982) con Gérard Depardieu y Nathalie Baye.
Natalie Zemon Davis, historiadora norteamericana, que fue asesora de la película, volcó su investigación en un libro con el mismo nombre, que inició a su vez una vasta discusión académica.
Diez años más tarde, Holly-wood recuperó la historia, pero la situó en la guerra civil de los Estados Unidos (1861-1865). El resultado fue la mediocre "Sommersby", con Jodie Foster y Richard Gere. En 1996, Claude-Michel Schönberg, famoso creador de comedias musicales como Les Misérables y Miss Saigon, la convirtió en un musical.
Debo confesar una cierta perplejidad al observar como esta pequeña historia ha generado tan vasta producción narrativa, académica, cinematográfica y teatral. Es momento de asomarnos a la peripecia.
En 1539 se concertó el matrimonio entre Martín Guerre y Bertrande de Rols, ambos de catorce años. Martín era alto y ágil, Bertrande, muy hermosa; la familia del novio tenía una fábrica de tejas, la de la novia un viñedo. Pasaron varios años y Bertrande no quedaba embarazada; en el pueblo se comentaba que su marido era impotente. Por fin, merced a una curandera y muchas misas, el matrimonio pudo ser consumado y nació un niño.
Poco tiempo después, en 1548, Martín Guerre fue acusado por su propio padre, de robarle grano. Entonces huyó del pueblo y durante ocho años nada más se supo de él. La joven y su hijo quedaron bajo la tutela de Pierre Guerre, un tío de Martín, que además se casó con la madre de Bertrande, viuda.
Un buen día Martín Guerre regresó. Se ignora qué explicaciones dio sobre su larga ausencia, pero lo cierto es que Bertrande se sintió feliz y la vida retomó su cauce; nacieron dos hijas y todo marchó a la perfección durante tres años, hasta que Martín Guerre cometió su único error.
Fue cuando se enfrascó en un pleito contra su tío Pierre Guerre reclamando su legítima herencia, puesto que el padre lo había perdonado antes de morir y dejó constancia en su testamento.
En medio del duro pleito apareció en Artigat un soldado que denunció como impostor a Martín Guerre; quien en realidad sería Arnoult du Thil, alias Pansette. Agregó que el verdadero Martín Guerre había perdido una pierna en la batalla de San Quintín; que los tres habían luchado juntos en el ejército español en Flandes.
¿Cómo era posible que hubiesen pasado tres años sin que nadie hubiera puesto en duda su identidad? Cierto es que entre gente sin retratos, luego de ocho años de ausencia, la memoria de un rostro bien podía perderse.
Martín Guerre fue detenido y llevado a juicio. Durante el proceso Bertrande, las hermanas de Martín y buena parte de los testigos juraron que no había fraude alguno, que recordaban bien sus señas particulares: una cicatriz en la frente, un defecto dental, una mancha en la oreja izquierda, etcétera. Otros recordaron como al volver saludaba a todos por su nombre y era capaz de recordar sucesos comunes con detallada precisión. Bertrande agregó algunos detalles íntimos.
El juez Jean de Coras no ocultó su simpatía por ese hombre que pese a su condición rústica tenía aplomo, era inteligente y desbordaba de elocuencia.
Para el actuario Le Seur, "no parecía contar una historia armada ante los jueces, sino que los hechos cobraban vida frente a sus ojos".
Entre sus adversarios no faltó quien lo acusó de prácticas mágicas. "Había, en verdad, gran razón de pensar tal cosa", admitió Jean de Coras. La corte estaba perpleja.
Todo terminó cuando se presentó un hombre con una pata de palo que adujo ser el verdadero Martín Guerre. Los jueces le interrogaron secretamente y luego volvieron a llamar a Bertrande. La mujer, sorpresivamente, reconoció al cojo como su marido, se arrojó a sus brazos y le pidió perdón mientras culpaba de todo a las malas artes de Arnoult du Thil y a las hermanas de Martín, que por crédulas -o vaya a saber por qué razones- la indujeron al error.
El recién llegado no se conmovió: "Un padre, una madre, hermanos y hermanas pueden no reconocer a su hijo, o hermano, pero la esposa debe conocer al marido, y nadie tiene más culpa que vos".
Martín Guerre o Arnoult du Thil, ya no importa, estaba perdido. El 12 de septiembre de 1560, la corte le sentenció a la horca. Antes debía hacer confesión honorable ante la iglesia de Artigat. Dijo que había tenido la idea cuando dos personas le confundieran con el verdadero Martín Guerre.
Luego, de rodillas y en camisa, cabeza y pies desnudos, con la cuerda al cuello y teniendo en sus manos una antorcha de cera ardiente, pidió perdón a Dios, al rey, a la justicia y a Martín Guerre y Bertrande.
Luego fue entregado a manos del ejecutor de la alta justicia, que le hizo recorrer las calles y lugares de Artigat hasta llegar ante la casa de Martín Guerre. En ese mismo lugar fue ahorcado y su cuerpo quemado.
Pasados cuatro siglos y medio, los criminólogos aún discuten el caso, los historiadores buscan los secretos de esta historia en archivos parroquiales y actas notariales, en los cuentos y canciones, en los papeles y notas.
Parece no haber duda de que Arnoult du Thil se había enamorado verdaderamente de Bertrande y eso explica su conducta final. En sendos artículos publicados en The America Historical Review (1988) Natalie Zemon Davis ha sostenido con convicción la tesis de que Bertrande también le amaba y conocía la impostura; otro historiador, Robert Finlay, la refutó.
Su debate es utilizado aún en varios cursos de metodología de la Historia en universidades inglesas y norteamericanas.