Quieren las circunstancias que en estos días coincidan un renovado ataque contra el Partido Colorado de una murga carnavalesca frentista que incluye en su diatriba la repetida acusación de “genocidio” al General Fructuoso Rivera con la reedición, en la Colección de Clásicos, del libro “La Guerra de los Charrúas”, de Eduardo Acosta y Lara, de 1961, primer trabajo serio sobre la historia de este pueblo indígena.
El monumental acopio documental dedica su primera parte a “la preponderancia charrúa entre los ríos Paraná y Uruguay” durante dos siglos, hasta su “derrota en lo que ahora son las provincias argentinas de Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes. Sin ello no es posible entender el proceso que parte de la nación charrúa siguió en la reducción y pueblo de Cayastá, situado al Oeste del Río Paraná. Y tampoco las razones por las que tras los sucesos de 1750, pasaron a operar predominantemente en los campos que formaban parte de la enorme estancia de Yapeyú”. O sea que la historia del pueblo charrúa ocurrió fundamentalmente en la Mesopotamia argentina, donde fue perseguido desde Bruno Mauricio Zavala hasta el gobernador José de Andonaegui y, muy diezmado, pasó a desplazarse por el Norte de lo que hoy es el Uruguay recién a fines del siglo XVIII.
En esa campaña realizada se destaca la llamada batalla del Yi, en 1702, en que los charrúas fueron literalmente destrozados por el ejército guaraní, al mando de los padres jesuitas. Según su relato mataron a 500 guerreros, destruyeron una toldería y enviaron a “cristianar” a las mujeres y niñas.
Estamos hablando, entonces de casi tres siglos en que el mundo hispano-criollo y los mayoritarios guaraníes (a quienes se debe toda la toponimia uruguaya) se enfrentaron con charrúas, guenoas-minuanes y chanás en un complejo proceso.
Antes de cruzar el río Uruguay hacia el Este hubo un intento civilizatorio de parte de los jesuitas, pero que no prosperó en Cayastá como sí había ocurrido con los pueblos guaraníes de las Misiones, en que se produjo una verdadera civilización fundacional.
Pasado el período colonial, los charrúas, ya muy disminuidos, operaban en lo que hoy es nuestro territorio y allí chocaron con quienes intentaban organizar los pioneros establecimientos rurales y con los pueblos a los que atacaban. Por eso es que en 1796 se creó el cuerpo de Blandengues de la Frontera, donde revistó nuestro prócer, que también tuvo enfrentamientos con muerte de charrúas según surge de sus propios partes.
Producida la independencia, como dice Acosta y Lara “el panorama de la campaña era tremendamente crítico. Veinte años de guerra, saqueo y confiscación, habían terminado por abolir las leyes y toda forma de garantía individual, proliferando la barbarie… se hizo impostergable el envío de un cuerpo expedicionario que restableciera el imperio del orden y la legalidad, normalizando las condiciones de vida del medio rural. Esta expedición vino a ser una redada de elementos del mal vivir en la que cayeron los charrúas, no porque se los considerara como tales, sino porque formaban una colectividad montaraz, estancada en el más oscuro de los primitivismos, temible por sus incursiones…” de modo que “cualquier gobierno llamado a regir los destinos de la República habría tenido que abocarse a la reducción de aquellos indígenas, como etapa previa al logro del bienestar nacional”.
Por eso, en nuestra primera administración provisoria, el Ministro de Guerra Juan Antonio Lavalleja, el 24 de febrero de 1830, le dio la orden a Rivera, Comandante de la Campaña, enfrentar a los grupos charrúas para no dejar “a estos malvados a sus inclinaciones naturales y no conociendo freno algunos que los contenga”. Instalado ya el nuevo gobierno constitucional, pocos meses después, le correspondió a Rivera ya Presidente realizar en 1831 esa campaña reclamada por los pobladores y apoyada por el Parlamento. Lo que hoy se pretende enjuiciar anacrónicamente.
Rivera pensó en pactar con los charrúas y así lo escribió en los días previos. Por eso en el parte de la batalla dice que agotados todos los medios de “prudencia y humanidad”, se intentó sujetarlos por la fuerza y ante la “resistencia armada”, se fue a un enfrentamiento. No hay otros relatos directos. Un texto literario de Acevedo Díaz en una novela, se ha tomado como verdad y hasta se hace hablar a caciques que nadie escuchó. El hecho es que tan poco genocida fue el choque de Salsipuedes, que los prisioneros fueron más de 300 y los muertos unos 40 charrúas, heridos varios soldados y muerto nada menos que el joven Teniente Maximiliano Obes, hijo del Ministro Don Lucas. Allí en Salsipuedes no se exterminó una “raza” ni “un pueblo”, que ya estaba reducido a su mínima expresión. Lo que sí se terminó es con las tolderías incompatibles con la vida civilizada.
Nos queda claro que no hay peor sordo que el que no quiere oír y que a todos los que, como decía Maiztegui, por “ignorancia o mala fe” acusan a Rivera de un genocidio, seguirán haciéndolo. Y nosotros seguiremos contestando con documentos y trabajos, cada vez más expresivos, como el muy reciente de Diego Braco sobre las mujeres “cautivas” de los charrúas y los definitorios de Oscar Padrón Favre.
Los humoristas tienen todo el derecho a hacer reír. Pero no a ser ignorantes. Porque el libretista de la murga no puede ignorar que está agraviando al principal oficial de Artigas, al vencedor de Guayabos y Rincón, al reconquistador de las Misiones, al caudillo indiscutiblemente más popular del país y primer Presidente Constitucional de la República, que nunca se apartó de la legalidad institucional y aseguró a todos las libertades en mayor grado que ningún gobierno de la época. Como reconoce Manual Herrera y Obes, en un texto que lo enfrentaba, “Id y preguntad, desde Canelones a Tacuarembó, quién es el mejor jinete de la República, quién es el mejor baqueano, quién el de más sangre fría en la pelea, quién el más generoso de todos, quién, en fin, el mejor patriota, a su modo de entender la patria, y os responderán todos: el general Rivera”.