El camarada archivista

Luciano Alvarez

La gente servicial y modesta suscita una admiración inmediata. Las organizaciones suelen ver como una bendición a los que están dispuestos a asumir las pesadas, monótonas y poco gloriosas tareas que otros rechazan. A veces es necesario desconfiar de tanta abnegación.

Tal es el caso de un personaje al que sus colegas llamaban con un poco de sorna y algo de desprecio: el camarada archivista.

Iósif Visariónovich Dzhugashvili había ingresado a un seminario a la edad de 14 años, a instancias de su madre.

Allí obtuvo un cierto nivel de educación y un modesto ingreso, fruto de una beca complementada con una remuneración por cantar en el coro.

Un buen día, el temblor revolucionario que comenzaba a sacudir el imperio de todas las Rusias, le llevaron lejos de los altares, al menos de esos altares.

Se unió al movimiento revolucionario de un tal Lenin y ascendió en el movimiento, siempre en papeles secundarios y serviciales.

En mayo de 1907 participó en Londres del decisivo V Congreso del Partido de la socialdemocracia; fue cuando los bolcheviques iniciaron el camino que los llevaría a la toma del poder, diez años más tarde.

No pronunció una sola palabra en ninguna de las sesiones. Iósif nunca fue un teórico o un orador.

Su verdadero campo de acción no eran los congresos políticos, las asambleas, ni siquiera las barricadas o las fábricas, sino las oficinas del partido. Allí no era necesario ser un buen orador ni exponerse con opiniones.

Su fortaleza residía en el desempeño eficaz de tareas donde la escasa imaginación y la frialdad suelen ser un mérito.

Era un "práctico", que rechazaba los grandes reflectores y nunca pisaba la alfombra roja de la historia. En la famosa obra de John Reed:

"Diez días que estremecieron al mundo", reconocida por Lenin como la "versión más fiel de los acontecimientos" de la revolución de octubre, Iósif sólo aparece mencionado dos veces, contra las 54 presencias de Trotsky.

Maria Joffe, militante de la vieja guardia bolchevique, recuperó, del pozo de su memoria, la imagen del camarada archivista en aquellos días:

"Era uno de los hombres de Smolny, débil e insignificante [...] nunca visitaba las fábricas o los regimientos; estaba sentado permanentemente al final del telégrafo, conectado siempre con todas las provincias y ciudades.

Aunque la encantadora y amable Elena Stasova era la secretaria del Comité Central, todas las instrucciones diarias, las respuestas a las preguntas urgentes y la rutina telegráfica normal, todo llevaba su firma.

Las distintas organizaciones regionales y locales sólo veían y recordaban su nombre. Por esa razón, en los congresos del partido, parecía tener más amigos que cualquier otro. Los invitaba a una bebida "amistosa", le gustaba conocer en detalle como funcionaba cada organización. Así era en 1917".

Era el personaje ideal para ocupar el cargo de secretario del politburó del Comité Central (mayo de 1917), y más tarde (abril de 1922), el de Secretario General del Comité Central del Partido Comunista, funciones principalmente administrativas, puestos menores dentro de la estructura, por ese entonces.

Fue entonces cuando los otros dirigentes bolcheviques comenzaron a referirse a Iósif como el "camarada archivista".

Pero el menospreciado, poco a poco y sin que casi nadie lo advirtiera, fue creando una nueva casta de burócratas, compuesta en gran medida con los restos de la maquinaria estatal zarista.

Lenin advirtió tardíamente la acumulación de poder. A fines de diciembre de 1922 el ya inválido revolucionario, desde su cama, comenzó a dictar una carta al XIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en la que advertía: "El camarada Stalin, llegado a Secretario General, ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy seguro que siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia[...] El camarada Stalin es demasiado brusco [...] Por eso propongo a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto".

Tales intentos no prosperaron. Stalin y sus eventuales aliados ocultaron esos documentos, considerados "el testamento de Lenin", a sabiendas de que su muerte era cuestión de tiempo.

Cuando ésta se produjo, el 21 de enero de 1924, los principales candidatos a sucederle eran Trosky y Stalin.

Uno era un judío culto, cosmopolita, apasionado por la literatura y el arte, escritor e intelectual brillante.

El pecado de "Hibris", el orgullo desmesurado, no le era ajeno.

El otro apenas había salido de Rusia, desconocía cualquier otra lengua que no fuera su georgiano natal y el ruso, aprendido en el escuela.

Era frío, astuto, tenaz, desconfiado y sobrio. Bajo su talante confiable y bonachón se ocultaba un marcado desapego emocional y una carencia casi total de afectos.

Trotsky era el jefe del Ejército Rojo, pero Stalin era el único dirigente que pertenecía a la secretaría, al Politburó y al Orgburó, los aparatos que controlaban al Partido.

Trotsky criticó con dureza el rumbo del Partido y la burocratización de su aparato, pero no tuvo el carácter necesario-o le sobraba orgullo y menosprecio por su rival- para tejer la trabajosa sucesión de Lenin.

Mientras tanto el "camarada archivista" trabajaba: organizó el funeral de Lenin y pronunció un discurso manifestándole una lealtad imperecedera.

Siempre es interesante observar la función de los grandes enterradores; también lo fue el rústico Nikita Kruschev, encargado de las exequias de Iósif Stalin, en 1953.

Trotsky ni siquiera asistió a los funerales de Lenin -dio parte de enfermo-, se desinteresaba de la política cotidiana y prácticamente no asistía a las reuniones de los órganos de dirección del Partido.

Así fue que los dirigentes bolcheviques, ante el temor a la tiranía del exuberante jefe del Ejército Rojo, optaron por el bueno de Iósif para ocupar un puesto al servicio del Partido, de la revolución, y de todos los dirigentes.

Una fórmula aparentemente infalible para evitarse los trabajos y las asperezas del poder visible.

Pocos sospechaban el gusto por el poder que anidaba en él. Pocos repararon en su tendencia al mal humor y sus arranques de cólera, ni en el placer que le producía lo que llamaba, en privado, "un revoltijo humano", gritando su nombre.

En medio de los vivas de ese "revoltijo humano", encuadrado en una poderosa burocracia y un fabuloso aparato represivo -sólo en Moscú existían 3.000 interrogadores- el Camarada Archivista asesinó sistemática y progresivamente a todos los dirigentes de la vieja guardia revolucionaria, a través de tortuosos procesos, que empalidecen a la Inquisición.

Cinco millones de encarcelados hasta enero de 1937, siete millones de detenidos entre enero 1937 y diciembre de 1938; un millón de ejecutados y más de un millón y medio de muertos en el marco de la `Dirección General de Campos de Trabajo`, cuya sigla "Gulag", se convirtió en un sinónimo del régimen.

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