El arte de perderse

Cuando era chica tenía una gran habilidad para perderme. Las causas podrían ser motivo de otra columna, pero es interesante cómo lograba volver. Empezaba a caminar y de a poco, viendo detalles, casas, carteles, podía reconstruir el camino hasta algún lugar conocido.

Era tan habitual que en la familia definimos “buenas prácticas” en caso de perderse: prestarle atención a los detalles del camino, al sol para orientarse, al tiempo entre un punto y otro… y así los mil elementos que convierten al entorno en un mapa que pueden leer quienes conocen su lenguaje.

Unas cuantas décadas, todo ha cambiado. No sé si sería capaz de reconstruir el camino porque, probablemente, como la mayoría de los niños, no estaría prestando atención porque estaría mirando el celular o porque mis padres serían mucho más sobreprotectores ante los riesgos. Por lo que es posible que no me dejaran deambular mucho o les tendría que compartir en cada salida mi ubicación en tiempo real. Me pregunto cuánto de ese arte de perderse han desarrollado mis hijos, cuán analfabetos son en ese lenguaje del entorno. Incluso yo he perdido la práctica de interpretarlo, prueba está que sobreutilizo el waze hasta en las rutas más conocidas con cualquier excusa. Pareciera que no estamos ejercitando la capacidad de sentirnos a gusto en lo desconocido o lo imprevisto, y esa capacidad en su justa medida es lo que nos hace ponernos nerviosos, estar atentos, pero no entrar en pánico. Y ya sabemos que la vida no son solo caminos conocidos.

Rebecca Solnit, una de las críticas norteamericanas más resonantes de las últimas décadas, escribió el ensayo “una guía sobre el arte de perderse”. Allí habla sobre la pérdida, sobre perderse y explora los desafíos de vivir con incertidumbre. Reflexiona que no perderse nunca es no vivir, es perderse una vida de descubrimiento. “Solo cuando estamos totalmente perdidos -y solo basta con hacer girar a una persona sobre sí misma con los ojos vendados para que se halle desorientado- tomamos conciencia de la inmensidad y de la extrañeza de la naturaleza. La clave es saber que uno está perdido”. Perderse parece ser el primer paso para encontrar el camino, porque perderse es más un tema de identidad que de geografía.

Según el filósofo Walter Benjamin aquello cuya naturaleza desconocemos por completo suele ser lo que necesitamos encontrar y eso es cuestión de animarse a perderse. Muchas personas nunca se dan esa oportunidad y, por ende, nunca van más allá de lo que conocen.

Perderse es parte de desarrollar la confianza en sí mismo, el sentido de la orientación y de la aventura, la imaginación, las ganas de explorar. Para ello hay que reconocer el rol de lo imprevisto, de no perder el equilibrio ante las sorpresas, de colaborar con el azar, de admitir que en el mundo existen algunos misterios esenciales y, por lo tanto, que los cálculos, los planes y el control tienen un límite.

Si nos volvemos analfabetos en el lenguaje del entorno, no siempre tendremos un waze que nos marque la mejor ruta, o esa ruta será la que defina alguien más. Me pregunto cuáles serán las consecuencias de movernos solo dentro de lo conocido, sin animarnos a explorar, sin haber desarrollado la capacidad de perdernos un poco para encontrar el camino de vuelta.

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