El incalificable ataque terrorista desarrollado por el grupo Hamás contra el estado de Israel y sin contemplaciones contra la población civil, está llamado a permanecer para siempre en la memoria universal. Sus ribetes tocan lo inimaginable y las tomas de los medios de comunicación mostrando el vuelo de misiles, explosiones, derrumbes, el fusilamiento a mansalva de jóvenes sorprendidos en una fiesta o el secuestro de gente indefensa que incluye a ancianos, mujeres y niños, tiene el impacto de los hechos estremecedores que superan a la imaginación más delirante de la condición humana.
El caudal de odio que mueve al terrorismo es infinito. Hoy se renueva en Palestina, pero sus tentáculos no descansan desde siempre en el mundo moderno, incluido nuestro país. Arrasa con el respeto por los valores occidentales que tuvieron supremo antecedente en las tablas de la ley y los diez mandamientos que recibió Moisés en el Monte Sinaí. La consecuencia inmediata del acontecimiento mencionado es lo que vemos. Destrucción de vidas y bienes y de la esperanza en la construcción de días mejores con paz. Realidad que mueve a una tristeza infinita. Las intenciones finales del actual atropello que ya vuelve furiosamente sus consecuencias sobre los protagonistas y su entorno, con una respuesta militar israelí sin contemplaciones, son de largo aliento. Es probable, atendiendo a la opinión de relatores y comentaristas calificados, que además de la renovación del empeño permanente por borrar al estado de Israel del mapa, que moviliza a Hamás, la acción depredadora apunte a motivar al conjunto de países y organizaciones islámicos que comparten este propósito para que sumen efectivamente al empeño. Al tiempo que en lo cercano es posible tienda a obstruir al acuerdo de paz promovido por Estados Unidos entre Israel y Arabia Saudita a punto de ser firmado, cuya concreción genera un antes y un después estratégico en la realidad planetaria. Especialmente considerando que tienen los sauditas la primera reserva petrolera del orbe.
Lo último se inserta en el proceso de reordenamiento de los centros de poder mundial. En Medio Oriente, zona del conflicto, hay una controversia de larga data. Que se expresa en el desarrollo de una lucha de poder vinculada al mundo islámico, que encuentra por una parte a Arabia Saudita, de credo suní, gobernada con mano de hierro, con su zona geopolítica de influencia, y por la otra a Irán -otro relevante productor de petróleo-, de fe chiita, regido despóticamente por el gobierno de los ayatolás. Cuya participación en los actuales sucesos fundadamente se da por sentada. Trascendiendo a la controversia religiosa entre musulmanes, equiparable -salvando las distancias- a las viejas rencillas entre católicos y protestante en Occidente, se encuentra otra, vinculada a la supremacía tecnológica. En la vanguardia se ubica China y le acompañan otros países entre los que se ubican Rusia e Irán, conformando una coalición circunstancial opuesta a la de los Estados Unidos y sus aliados.
Israel, que vive una complicada realidad política interna, seguramente encontrará ante el vil asalto formas de unidad política impostergables. Sus valores institucionales son los del mundo libre que animan a democracias como la nuestra. Y su sobrevivencia titánica, rodeado de enemigos impenitentes, convoca a una solidaridad sin claudicaciones ni vacilaciones.