La modernidad ha estado definida por una forma de entender la realidad que se basa en asumir que las cosas tienen una identidad estable. Esto se funda en la creencia de que, si capturamos la esencia de algo, lo delimitamos y lo fijamos como estático, acabado o definido; es decir, como una cosa. En sociología y filosofía, el término técnico para esto es reificación, del latín res -cosa-. Fue usado especialmente en el marxismo y en la teoría crítica por pensadores como György Lukács y Theodor Adorno para señalar que, en el capitalismo, las relaciones entre personas se presentan como relaciones entre cosas (lo que Marx describió como el fetichismo de las mercancías).
Reificamos cuando usamos conceptos que convierten la realidad en objetos sometidos a nuestra razón, y por tanto, controlables, manipulables u optimizables. Esto es útil para vivir en un mundo predecible, tanto técnica como social y políticamente. Pero en el discurso político, puede generar efectos problemáticos. Cuando hablamos, por ejemplo, de izquierda y derecha, progresistas o conservadores, simplificamos el campo político para poder operar en él, pero también fijamos identidades, congelamos dinámicas y muchas veces clausuramos el diálogo. La vida intelectual necesita tanto conceptos como ironía y flexibilidad.
En una columna anterior titulada Basura y espectáculo, comenté cómo el debate sobre la basura en Montevideo entre candidatos a la intendencia -y mediado por Twitter/X- terminó reduciéndose a un intercambio de acusaciones entre partidos, en lugar de ofrecer soluciones concretas. Como si hubiera hinchas de Peñarol y Nacional, aquí también hay frenteamplistas y no-frenteamplistas, coalicionistas y anti-coalicionistas. La política entendida desde identidades fijas tiende a convertirse en una pugna tribal, más que en una búsqueda de soluciones.
Hannah Arendt escribió que “nos volvemos más justos y piadosos cuando pensamos y hablamos de la justicia y la piedad”. En otras palabras, el discurso público no solo describe el mundo, sino que también lo forma. Esto implica que es posible construir un mundo común si hablamos con honestidad, pensamos lo que decimos y nos abrimos a acuerdos. Para eso, hace falta humildad, e incluso cierta ironía hacia uno mismo: no tomarnos como una identidad cerrada, sino como parte de un proceso en transformación.
Desde la teoría sociológica, autores como Deleuze y Guattari han sugerido que sería mejor abandonar la rigidez de las esencias e imaginar la realidad como configuraciones cambiantes de elementos, abiertas a nuevas conexiones. Si trasladamos esta idea al terreno político, podríamos pensar una política no centrada en defender identidades o pertenencias fijas, sino en construir conexiones parciales, contingentes, pero fructíferas, a partir de preocupaciones compartidas.
Constanza Moreira nos contó hace poco, en una charla en la Universidad de Montevideo, que gran parte de la actividad legislativa se resuelve por consenso. Esto no suele aparecer en los medios, pero dice algo esperanzador: detrás del ruido identitario hay cooperación. Tal vez la clave esté en recuperar esa dimensión silenciosa de la política que busca resolver juntos qué podemos hacer. Porque la política, en última instancia, no debería ser una cuestión de identidad, sino de imaginación compartida.