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Democracia y cambio

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pablo da silveira
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Cuando el Frente Amplio asumió por primera vez el gobierno en marzo de 2005, puso en marcha una amplia serie de transformaciones.

Inmediatamente declaró la emergencia carcelaria y aprobó una amnistía que condujo a la rápida liberación de un gran número de personas que cumplían penas de cárcel. Mediante una ley de urgente consideración creó el MIDES. Con mucha celeridad dio impulso a un proceso de reforma impositiva que, entre otras cosas, incluyó la creación del IRPF. También inició la redacción de una nueva Ley de Educación que sería aprobada en 2008.

La oposición acompañó algunas de estas iniciativas (por ejemplo, la creación del MIDES) y se opuso a otras (por ejemplo, la Ley General de Educación sólo fue aprobada con votos del Frente Amplio). Pero nunca puso en duda el derecho del nuevo gobierno a impulsar las políticas que había anunciado y defendido durante la campaña electoral. Justamente para eso lo habían votado los ciudadanos. Y la mayoría parlamentaria con la que contaba le permitía darse las normas que necesitaba para gobernar.

Quince años más tarde, un gobierno de otro signo político se apresta a asumir la conducción del Estado. Lo hace porque una mayoría de ciudadanos le dio su apoyo, tras una campaña electoral en la que todos los contendientes hicieron públicas sus propuestas. Y lo hace apoyado en una amplia mayoría parlamentaria que le permitirá darse las normas que necesita para gobernar.

Buena parte de la izquierda (empezando por el presidente Tabaré Vázquez) asume que esto es normal y que el nuevo gobierno tiene derecho a introducir cambios, como lo hizo el Frente Amplio cuando llegó al poder. Pero otra parte de la izquierda (incluido, según acaba de verse, el Plenario del Frente Amplio) parece considerar ilegítimo y escandaloso que un nuevo gobierno cambie algo de lo que ellos hicieron. Que los gobiernos del Frente Amplio hayan introducido cambios de rumbo estuvo bien, pero que otros gobiernos lo hagan les resulta inaceptable. La contradicción no puede ser más flagrante.

Hay al menos dos maneras en las que puede entenderse este fenómeno. Una consiste en asumir que una parte de nuestra izquierda es sencillamente antidemocrática: acepta las reglas del juego democrático mientras la favorecen, pero las rechaza en cuanto perjudican sus intereses. Y es probable que haya un núcleo de nuestra izquierda que se ajuste a esta descripción. Sin embargo, es poco probable que miles y miles de frenteamplistas merezcan un juicio tan severo. La otra manera de interpretar este fenómeno consiste en verlo como dolores de crecimiento. Hace quince años, la izquierda uruguaya hizo por primera vez la experiencia de ganar las elecciones y acceder al gobierno. Desde entonces hasta hoy, tuvo la experiencia de gobernar. Ahora está a punto de hacer la experiencia de dejar el gobierno y de ver cómo se modifican muchas de las políticas que impulsó.

Se trata de un aprendizaje duro, que no le gusta a nadie. Pero quienes ya pasaron por eso saben que no se revierte la historia ni se para el mundo. Simplemente se trata de la vida normal de las sociedades democráticas. Algunos cambios duran y otros son sustituidos por otros cambios. Eso se debe en parte a que los contextos varían y a que los ciudadanos van modificando sus opiniones. Aceptar la legitimidad de esos vaivenes es aceptar el valor de la libertad.

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