De muchacho calavera a estadista: Enrique V

Luciano Alvarez

Durante su corto reinado (1413-1422) Enrique V halagó el nacionalismo inglés con la ilusión de un triunfo en la guerra de los Cien Años, luego de la sangrienta batalla de Azincourt -25 de octubre de 1415- donde murieron unos 8.000 franceses y apenas 400 británicos. Cinco años más tarde parecía haber alcanzado sus metas cuando el viejo y vencido rey francés Carlos VI, aceptó entregarle a su hija Catalina como esposa y reconoció al inglés como heredero de su trono francés.

Pero el éxito fue efímero. Enrique V murió en 1422, cerca de París, atacado por el soldado más eficiente de las guerras: la disentería. Bajo el reinado de Enrique VI, el hijo que no conoció, Inglaterra perdió sus territorios franceses y se abismó en la guerra de las Dos Rosas.

Fue Shakespeare quien otorgó al breve Enrique V una generosa inmortalidad, convertido en el protagonista de tres de las cuatro obras del llamado ciclo Lancasteriano (Ricardo II, Enrique IV, partes 1 y 2 y Enrique V) escritas entre 1595 y 1600, culminación de sus dramas históricos.

Enrique V gira alrededor de los acontecimientos ocurridos antes y después de la Batalla de Azincourt. Hollywood ha parafraseado hasta la fatiga una de sus escenas más célebres: La arenga que el rey pronuncia ante sus hombres alineados para el combate en vísperas de la batalla:

"Este día es el de la fiesta de San Crispín; el que sobreviva, volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de los pies cuando se mencione esta fecha, y se crecerá por encima de sí mismo ante el nombre de San Crispín. […] desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de San Crispín quedará asociada a nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz ejército, de nuestra banda de hermanos; porque el que vierta hoy su sangre conmigo será mi hermano; […] y los caballeros que están ahora en su cama, en Inglaterra, se considerarán como malditos por no haber estado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a quien haya combatido con nosotros el día de San Crispín."

Permítame, por un momento, la arbitrariedad de pasear el personaje de Enrique por la historia del cine.

El rey Enrique V, el de la arenga de San Crispín, está hecho a la medida de un Laurence Olivier o Kenneth Branagh. Pero, también es honda su huella en una infinidad de libretos de Hollywood, películas de aventuras, series y comedias. La arenga de San Crispín está implícita en el discurso final de Bill Pullman en el "Día de la Independencia", en el de Mel Gibson en "Corazón valiente" y en la serie "Band of Brothers", que toma de allí su título y del que se recitan varias partes.

Sin embargo el rey Enrique V, conductor de hombres y astuto diplomático, en nada se parecía al príncipe que fuera de joven, el de las dos obras anteriores (Enrique IV, primera y segunda parte).

El joven príncipe de Gales -el de la primera parte de Enrique IV- no hubiese desmerecido interpretaciones de Charlo o Hugo del Carril. Allí es un joven calavera, aunque también un soldado valiente.

Celedonio Flores hubiese podido interpolar entre los versos isabelinos aquello de "criado entre malevos, malandrines y matones, entre gente de avería, desarrollaste tu acción; por tu estampa, en el suburbio, florecieron los balcones, y lograste la conquista de sensibles corazones". Su mundo era el bajo universal, las tabernas y burdeles regados de cerveza y vino carlón. Lo imagino acompañado de Tito Lusiardo, Florencio Parravicini y Pepe Arias interpretando a un Falstaff flaco, si ello fuera posible; Falstaff, ese gigantesco y eterno personaje de la picaresca, maestro y corruptor de Enrique y contrapunto de la agobiada figura del rey Enrique IV, padre del príncipe.

En cambio, el príncipe Enrique de la segunda parte de "Enrique IV" parece salido del Actors Studio; es un atormentado Marlon Brando, un Montgomery Cliff o un James Dean, un adolescente desesperado por reivindicarse a los ojos de su padre. Para el rey es su maldición y desesperanza, es el hijo que jamás abandonará el fangal: "Raro es que la abeja abandone el panal que ha dejado en la carroña..." dice, mientras teme por los desastres que habrá de ocasionar como rey:

"Mi corazón llora sangre cuando me pasan por la imaginación, los días de extravío, los tiempos corrompidos que veréis cuando yo duerma con mis antepasados, […] cuando su obstinado desenfreno no tenga sujeción, cuando la cólera y el ardor de la sangre sean sus consejeros…"

Ante ese desencuentro, Enrique no sabe como madurar, como salir de su estrecha vinculación con Falstaff. Procura darse confianza -"Tiempo al tiempo y verás el hombre"-, llora secretamente por la enfermedad de su padre, pero sabe que si lo expresa en lágrimas y emociones sólo será considerado como "el príncipe de los hipócritas […] En efecto, en la idea del vulgo, debo ser un hipócrita".

El final de Enrique IV encierra una maravillosa lección de conducta.

Ha logrado reconciliarse con su padre, este muere y Enrique el díscolo príncipe, se dispone a asumir la corona, mientras reflexiona sobre su azaroso pasado y las opiniones que no pocos se han forjado de él. Toma conciencia de su investidura real y las exigencias que ésta reclama para su cumplimiento: "he licenciado a mi primer yo", dice.

Cuando Falstaff -maestro de aquel "primer yo"- se le acerca al grito de "¡Mi Rey! ¡Mi Júpiter! ¡Es a ti a quien hablo, mi corazón!", Enrique lo rechaza con energía.

"… el cielo lo sabe y el mundo se apercibirá, que he despojado en mí el antiguo hombre y que otro tanto haré con aquellos que fueron mis compañeros. Cuando oigas que soy lo que fui, acércate y serás lo que fuiste, el tutor y el incitador de mis excesos. Hasta entonces, te destierro, bajo pena de muerte, como he hecho con el resto de mis corruptores […]. En cuanto a medios de subsistencia, yo los proveeré, para que la falta de recursos no te empuje al mal." (Acto V, escena V).

No es un malagradecido, ni reniega de su pasado. Enrique puede proveer al mantenimiento de sus viejos camaradas, pero el rey debe alejarlos.

Antes -(Acto V, escena II)- había pronunciado un discurso que haría la honra de un gobernante:

"El curso de mi sangre ha sido hasta el presente de una fogosa vanidad; ahora este curso va a cambiar y dirigirse hacia el mar verdadero donde se mezclará con los grandes consejos de las olas para correr de aquí en adelante con una augusta majestad. Ahora convocaremos nuestro alto tribunal parlamentario y queremos escoger tales miembros del noble consejo que el gran cuerpo de nuestro Estado pueda marchar a igual altura que la nación mejor gobernada (...) y si Dios acoge mis buenas intenciones, ni príncipe ni par tendrán causa justa para decir: `Que Dios acorte un día la vida afortunada de Enrique`".

Formidable advertencia la del joven rey. Quien pretenda asumir el destino de un "nosotros" debe ser capaz de abandonar a su "primer yo".

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