Alentada por la oposición frentista se discute si la crisis que atraviesa el Uruguay, derivada de la entrega del pasaporte a Sebastián Marset, debe calificarse como institucional o política. En este mismo medio, la semana pasada, publiqué una nota que titulé crisis institucional, a pesar que mi propósito era precisamente, invalidar esa calificación. Como aparentemente no fui claro vale la pena insistir dado que existe una gran diferencia entre ambas nominaciones.
Es común definir las instituciones como sistemas o prácticas normalizadas de naturaleza social, de orden cooperativo, creadas generalmente bajo imposiciones legales que procuran ordenar, normalizar y señalar finalidades comunes al comportamiento de un grupo de individuos. Las instituciones políticas, en lenguaje no técnico, son las organizaciones referidas a la sociedad política y modelan el perfil del estado. En este sentido puede decirse que las instituciones que lo conforman son las que permiten su funcionamiento y otorgan legalidad al accionar de los funcionarios (electos o no electos) encargados de servirlas.
En una democracia los sucesivos gobiernos elegidos por el pueblo ocupan temporalmente las instituciones y bajo una estricta normativa constitucional y legal se encargan de la realización del objeto de tales instituciones. Por ejemplo legislar, si del Congreso se trata, ejecutar las acciones constitucionalmente prescriptas para la ordenación política de la sociedad, si refiere al Poder Ejecutivo o juzgar y tutelar el cumplimiento del sistema normativo, si del Poder Judicial hablamos. Los tres poderes clásicos son instituciones, que albergan a su vez subsistemas de acción coordinados, cuya sumatoria integra al Estado en su totalidad. Por su parte los gobiernos, cuyos elencos se suceden periodicamente, orientan las instituciones hacia el cumplimiento de los objetivos socio económicos procurados por los partidos o grupos políticos que los conforman.
No se trata que estemos viviendo una crisis institucional, que supone un mal funcionamiento de los órganos del estado.
En nuestro país el incidente generado por la entrega en tiempo récord del pasaporte mencionado (un tema que aún está en investigación), más un aparente intento posterior de encubrir las razones de ese atípico proceder, han supuesto la destitución, disfrazada de renuncia, de dos ministros, dos subsecretarios ministeriales y un asesor cercano al Presidente de la República. Un precio nada menor en términos de responsabilidades, por un asunto, que salvo que el Poder Judicial compruebe corrupción, se atiene a la legalidad y a la falta ético-política. No se trata por tanto que estemos viviendo una crisis institucional, que supone un mal funcionamiento de los órganos del estado a consecuencia de una traba o disfunción grave en su marcha, como sería el caso, tan común por otra parte, de un desconocimiento entre ellos. Aquí se asiste es una crisis política, en tanto se responsabilizó a ocupantes de las instituciones, sustituídos siguiendo las reglas del sistema y no a organizaciones o poderes que nunca dejaron de funcionar normalmente. Basta ampliar la mirada y ver lo que ocurre en Perú, Paraguay o Venezuela, realidades donde no funcionan las instituciones o lo hacen mal, para visualizar la diferencia.