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Corruptio optimi

Un perro no tiene más derechos que una oveja”, dijo el filósofo (transitoriamente al mando del Ministerio de Ganadería y Agricultura) Tabaré Aguerre. Y mucha gente aplaudió.

Un perro no tiene más derechos que una oveja”, dijo el filósofo (transitoriamente al mando del Ministerio de Ganadería y Agricultura) Tabaré Aguerre. Y mucha gente aplaudió.

El aplauso tenía justificación, porque lo que el ministro Aguerre estaba diciendo es que, finalmente, el Estado va a tomar medidas ante el grave problema de las jaurías que andan sueltas en el campo. Pero eso no oculta lo excedido de la retórica empleada.

La verdad es que ni los perros ni las ovejas tienen derechos. Y la razón por la que no los tienen es la misma por la que tampoco tienen deberes: no son, ni nunca van a ser, ni nunca hubieran podido ser, agentes morales. Decir que una oveja tiene derechos es tan extraño como decir que un perro tiene el deber de respetar su vida o su integridad física. Eso no quita que nosotros tengamos deberes hacia los animales (por ejemplo, el deber de no hacerlos sufrir innecesariamente). Pero los que tenemos deberes somos nosotros, que somos agentes morales. Y esos deberes nos obligan aunque los animales no tengan derechos. También tenemos el deber moral de cumplir nuestras promesas, aunque los demás no puedan invocar un derecho general a verlas cumplidas.

Las palabras del ministro Aguerre, y la aceptación del auditorio, reflejan un fenómeno muy extendido en estos días: la inflación retórica a la hora de justificar nuestras preferencias y decisiones. Parecería que el gobierno ya no es capaz de justificar sus políticas sin invocar los derechos de alguien. Y parecería que ya no es posible plantear una reivindicación sin ponerse en ejecutor de los mandatos de la justicia universal. El lenguaje del interés legítimo ya no es empleado ni por las organizaciones más ferozmente corporativas.

Alguien podría pensar que todo esto es una cuestión de palabras, pero la verdad es lo contrario. La inflación retórica conduce a una devaluación de los términos empleados. A esta altura, que alguien utilice la palabra “derecho” solo indica que está expresando un deseo muy fuerte o un objetivo que se ha propuesto defender con uñas y dientes. Pero no todo lo que deseamos es un derecho ni todos los objetivos que nos proponemos, por legítimos que sean, pueden traducirse a ese lenguaje. Ni siquiera existe un derecho a ser felices, que es lo que en última instancia más nos importa. Lo que existe es el derecho a buscar la felicidad sin quedar sometidos a prohibiciones u obligaciones arbitrarias que otros quieran imponernos. Pero el resultado no está asegurado.

Cuando todo pasa a ser un derecho, nada es un derecho. El filósofo Ronald Dworkin lo decía con una imagen muy elocuente: los derechos son como los comodines, es decir, cartas con un efecto muy poderoso que solo podemos usar en ciertas situaciones. Un mazo compuesto únicamente de comodines es lo mismo que un mazo sin comodines. Por eso conviene que haya pocos, pero que sean fuertes y respetados.

Si seguimos como hasta ahora, terminaremos por vaciar la palabra “derecho” de todo contenido. Y la historia nos enseña lo que ocurre cuando los derechos dejan de ser tomados en serio, ya sea por los gobiernos o por organizaciones políticas que se sienten llamadas a cambiar la historia: todos quedamos radicalmente desprotegidos.

Los antiguos romanos tenían un dicho muy sabio: “corruptio optimi pessima”. La corrupción de lo mejor es lo peor. Ese es el riesgo que estamos corriendo.

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Pablo Da Silveira

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