¡Corrupción, corrupción!

Transparencia Internacional es una ONG que se dedica a medir el nivel de corrupción pública en el mundo. Lo hace a través de cientos de encuestas en las que mide la “percepción” de corrupción que tienen los actores que trabajan con los estados. A Uruguay este año le fue particularmente bien.

Según el índice, subimos tres posiciones situándonos como el país menos corrupto de toda América y el número 13 de todo el mundo. El proceso de mejora ha sido sostenido desde el año 2019, superando así la caída alarmante que había tenido Uruguay en materia de corrupción entre 2015 y 2019, donde había caído 4 puntos.

Usted, como cualquier ciudadano normal, creería que todo el país festejó la noticia. Pues no. Existe un grupo de figuras políticas y parapolíticas que han tomado la noticia con menos alegría. Y en los últimos días, una columna de opinión de Marcelo Pereira en La Diaria, y una interminable entrevista en Brecha con el ex presidente de la Jutep, Ricardo Gil Iribarne, nos han explicado que en verdad no estamos tan bien.

De hecho, desde hace ya años existe en el país una especie de campaña para denunciar que Uruguay es una especie de paraíso de la corrupción y el lavado de dinero. Algo que llamativamente no se denunciaba con igual fervor en tiempos en que Uruguay caía en el ranking de TI, o en el puerto padecían misteriosos accidentes los escáners que revisan contenedores en busca de drogas. Pero, de golpe, en 2019 el país se convirtió en una Isla Tortuga, llena de piratas, estudios jurídicos corruptos y lavaderos de plata en cada esquina.

En particular es interesante la entrevista con Gil Iribarne. Porque afirma que “no puede ser que Uruguay esté tan bien cuando pasó lo de [Sebastián] Marset o lo de Astesiano. El índice no mide para nada la corrupción en Uruguay, mide la percepción de 13 organismos internacionales sobre la corrupción. Lo que tiene Uruguay son fortalezas estructurales muy importantes, en un mundo en el que esas cosas se han debilitado”.

Más allá del refunfuñe ante la noticia positiva, lo único que alcanza a mostrar como datos concretos para poner en cuestión el principal insumo global para medir la corrupción, son Astesiano y Marset. Dos casos papelonescos para el gobierno saliente, sin dudas. Pero... ¿ejemplos de corrupción desbocada?

Recordemos que a Astesiano, más allá de algunas llamadas morbosas con policías y alguna gestión impropia que no llegó a buen puerto, lo único que se le probó fue que se subió, tarde y mal, a un esquema de venta de pasaportes que llevaba años funcionando. Y que fue detectado y desarticulado por la justicia.

Por si la revisión exhaustiva y frustrada que hizo la justicia en busca de dinero mal habido en manos de Astesiano no fuera suficiente, su reciente rol como seguridad en un evento estival con Fernando Cristino, deja en claro que plata no hizo. ¿Acaso alguien se sometería a semejante indignidad si tuviera dos pesos en su caja de ahorros?

¿Marset? Sí un narco, supuestamente importante en Paraguay, que logró conseguir un pasaporte, al que según los expertos, en cualquier caso tenía derecho. ¿Es eso un caso de corrupción que justifique salir a decir que estamos en un país bananero? Parece que alguna gente no lee las noticias de Argentina, Chile, o Brasil.

Brasil es un caso interesante, porque el actual presidente Lula, frente a quien muchos de los mismos opinólogos que se autoflagelan hablando de nuestra corrupción se les aflojan las prendas íntimas, estuvo preso por corrupto. Perdón, por montar un esquema de corrupción que afectó a todo el continente. Y sólo zafó por un tecnicismo que impidió que testimonios clave para su condena fueran validados.

Pero que desde que volvió al poder, (¡oh, casualidad!), su país viene cayendo como un piano en el ranking de TI, y el organismo alertó que allí “la corrupción contraatacó de manera abrumadora”.

Usted dirá: “Bueno, está bien no caer en la autocomplacencia” y que “exigirnos más, nos hace estar donde estamos”. Y compartimos al 100%. Con estos temas no se puede bajar la guardia un segundo.

Pero cuando ponemos en la balanza el nivel de griterío por esto, y lo comparamos con lo que sucedía hace algunos años, y con las opiniones ante lo que pasa en países vecinos, algo no cierra.

Se puede atribuir a un tema ideológico, ya que en la izquierda existe un antiguo desprecio por la industria financiera. Una “neofisiocracia”, pero que también desprecia a la producción primaria, y cuyo único rol aceptable parece ser el de empleado público. También puede haber un tema que estas denuncias habilitan a reclamar mayores controles sobre los flujos de dinero, lo cual permitiría a su vez más recaudación estatal.

Pero es difícil no ver detrás de todo esto un elemento partidista. Que, trágicamente, es capaz de poner la reputación global del país en segundo plano, frente a algunas apetencias políticas minúsculas.

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