Con la derrota coalicionista de 2024 y su posicionamiento hacia las municipales de mayo ocurre algo que llama la atención: se constata una aceptación resignada que va mucho más allá del natural respeto por las reglas de juego de la democracia con sus alternancias y sus mayorías circunstanciales. Es una aceptación amplia y colectiva que tácitamente parece asumir una especie de vuelta a la normalidad luego del paréntesis generado por el triunfo de 2019.
Por un lado, es un estado del alma que incluye a toda la izquierda que, como se sabe, desde la noche misma del balotaje de 2019 sintió como absolutamente ilegítimo el triunfo de Lacalle Pou. Lo aceptó, pero no hubo instante en que no procurara impedir que el programa coalicionista se llevara adelante: lideró una oposición radical y radicalizada. Hoy, está conforme porque la mayoría electoral le responde. Por otro lado, es un estado de resignación que, ocupando el natural lugar blanco de la historia nacional, acepta ser minoría, a la vez que invade a toda una coalición que parece incapaz de definir siquiera hasta dónde sus partidos coordinarán una acción política opositora a partir de marzo.
Uno de los riesgos de la reforma de 1997 era que llevara al paroxismo la feudalización blanca: casi treinta años más tarde, la constatación es que el riesgo se transformó en realidad, al punto de que los barones feudales impusieron sus tiempos electorales para armar un nuevo directorio en función de sus intereses locales. Arrancará así el gobierno del Frente Amplio (FA) con el principal partido opositor, cuya fotografía de fuerzas internas ocurrió en junio de 2024, sin su principal autoridad nacional renovada; y luego, los barones blancos triunfadores en mayo, mal que bien federados, coordinarán sus agendas con Orsi, quien bien entiende de asuntos municipales, de manera de repartir el botín estatal con espíritu patriótico y consensuado. Repásese la connivencia poder central-poderes locales del gobierno de Mujica, y se tendrá la película de lo que se viene.
Otro de los riesgos de la reforma de 1997 era que los partidos tradicionales no terminaran de asumir nunca la polarización que implicaba la lógica del balotaje. No para debatir sobre la sandez de la fusión -sobre la que, increíblemente, igual debaten-. Sino para aceptar una doble realidad instalada hace ya 20 años: que la conjunción de blancos y colorados no alcanza para ganar el balotaje; y que la única alternancia posible al FA es una coalición del espacio no-FA, en la que blancos y colorados son amplia mayoría pero no únicos protagonistas. Esa alternancia debe coordinar una acción política conjunta y, al mismo tiempo, promover un abanico electoral bien abierto para sumar votos independientes que, llegado el caso, vuelquen la mayoría a favor del polo coalicionista. Casi treinta años más tarde, el riesgo se transformó en realidad: es evidente que no hay manera de que los partidos tradicionales asuman y entiendan, a cabalidad, el sistema político y la lógica electoral instaurados en 1997.
Así se va asentando el consenso del agua tibia: se trata del muy mayoritariamente aceptado camino hacia la profundización del inexorable fracaso nacional, ese que el país ha decidido seguir tan convencido como pacíficamente (ruido de mate).