Tal vez el presidente Joe Biden debió denunciar a Donald Trump mucho antes. Cuando era evidente que fabricaba una mentira tras otra sin importarle el daño que le hiciera a la democracia estadounidense.
Afortunadamente (es mejor tarde que nunca), habló el jueves 6 de enero, al año justo de haberse asomado a la catástrofe.
Los datos son de mi nieta Paola Ramos, también periodista, aunque buena. Cuando era muy joven y estaba en una universidad de Nueva York, se sorprendió del grado de antiamericanismo que existía en ese college. Hoy no le extraña que en una encuesta de Harvard “solo el 7% de los jóvenes piensa que vive en una democracia sana”, más de la mitad estima que es una “democracia fallida”, y el 35% cree que en el país se desatará una guerra civil.
Después de la II Guerra Mundial, en 1945 emergió Estados Unidos como una de las dos potencias que se enseñorearon en el mundo hasta que en diciembre de 1991 estalló la URSS y comenzó la década de Boris Yeltsin y de “salvar a Rusia del peso de la Unión Soviética”.
Estados Unidos, a partir de ese punto, se quedó solo en el planeta.
¿Ya es hora del reemplazo de Estados Unidos? Joseph S. Nye, el gran politólogo de Harvard University, no lo cree. Primero, porque no percibe los síntomas de deterioro que le atribuyen a Estados Unidos. Siguen vinculados al país los más importantes centros de enseñanza e investigación del planeta. Las mayores fuerzas armadas, dotadas de grandes presupuestos, de una vitalidad tremenda, y de un excelente sistema de investigación, a lo que se agrega un aparato productivo como nadie había contemplado en el país y fuera de él. Y, segundo, porque no cree que hasta la fecha, ningún país esté dispuesto o pueda desempeñar el rol de cabeza del mundo.
¿Y qué hay de los rusos y los chinos? Los rusos, porque se han convertido en un poder de segunda categoría que posee las características exportadoras de una nación del tercer mundo: sólo exportan gas y petróleo. Los chinos, porque carecen de productividad aunque bordean el PIB de Estados Unidos.
En fin, siempre habrá maneras racionales de descartar la competencia. Pero lo cierto es que Donald Trump ponía punto final al soft power con que se había inaugurado la diplomacia americana en época de Franklin D. Roosevelt en Bretton Woods en 1944, y más aún desde que Harry S. Truman asumió la presidencia tras la inesperada muerte de FDR el 12 de abril de 1945.
Trump maltrataba a sus aliados de la OTAN. Adoptando los ademanes de un Mussolini de pacotilla, Trump empujaba a Dusko Marcovic, al internacionalmente desconocido Primer Ministro de Montenegro, un diminuto Estado constituido en lo que fuera Yugoslavia, o se negaba a visitar a la Primera Ministra de Dinamarca, Mette Frederiksen, porque no le podía o quería vender Groenlandia.
El presidente de Estados Unidos continuaba siendo un vendedor de bienes raíces de Nueva York que decía o hacía cualquier cosa con tal de lograr sus fines.
Es cierto que Internet contribuye al ambiente festivo del entorno de Trump. Donde se puede decir casi cualquier cosa con la certeza de que unos crédulos la tomarán en serio. Por ejemplo, ocurrió en el capitolio el 6 de enero del 2021.