Atracción fatal

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Hay algo casi conmovedor en la humanidad de los hombres muy ricos. Acumulan miles de millones, transforman industrias, captan la atención de millones y luego se desarman al descubrir que la plata no puede comprar lo único que realmente importa en política: la palabra final.

La espectacular ruptura entre Elon Musk y Donald Trump ofrece un experimento en tiempo real sobre los límites de la riqueza frente a la resistencia del poder institucional.

Lo que comenzó como admiración mutua -dos hombres que entendían la necesidad del otro de validación constante- se desplomó en una demostración de la verdad más básica de la democracia: la autoridad legítima no puede comprarse, solo tomarse prestada.

El episodio resulta instructivo porque ambos personajes representan patologías gemelas.

Musk encarna la fantasía tecnológica de que la innovación puede trascender las limitaciones políticas tradicionales, mientras que Trump personifica la creencia de que el carisma mediático puede sustituir la competencia institucional.

Su alianza temporal fue, en cierto sentido, inevitable. Cada uno necesitaba lo que el otro poseía en abundancia, pero la duración del romance siempre fue un signo de interrogación.

Musk, el visionario tecnológico con una comprensión adolescen- te de la política, creyó que sus US$ 300 millones en apoyo electoral le daban derecho a una sociedad más que a mera influencia.

Trump, que ha pasado décadas perfeccionando el arte de usar a las personas antes de descartarlas, nunca iba a tolerar que un subordinado se atribuyera el mérito de su victoria.

Cuando Musk declaró: “Sin mí, habría perdido”, reveló el malentendido fatal que condenó su alianza.

La causa inmediata -una disputa sobre un proyecto de ley que ampliaba el gasto y afectaba los créditos fiscales para vehículos eléctricos- importa menos que lo que iluminó.

La furia de Musk por haber sido “traicionado” en materia política sugiere que malinterpretó la naturaleza de su relación. Nunca fue un socio; era un activo. En el momento en que dejó de ser útil -o peor, se volvió inconveniente- se reveló el verdadero carácter del vínculo.

Cuando Trump desestimó a Musk como “el hombre que perdió la cabeza” y dijo no estar “particularmente interesado” en hablar con él, no fue petulancia.

Cuando se supo que considera vender su Tesla rojo, estacionado desde hace semanas en la Casa Blanca, el gesto -trivial en apariencia- cobró valor simbólico. El auto, que Trump había comprado como muestra de “apoyo patriótico” a la causa eléctrica de Musk, se convirtió en una reliquia incómoda de una amistad rota.

Hace unos meses, Musk proclamaba su amor por Trump “tanto como un hombre heterosexual puede amar a otro hombre”.

La semana pasada, el presidente lo catalogaba como “uno de los más grandes líderes empresariales e innovadores que el mundo haya producido jamás”. Unos días después, esa misma pasión se transformó en acusaciones de traición e “ignorancia fiscal”.

La política siempre ha tenido elementos teatrales. Rara vez el drama ha sido tan literal, tan inconscientemente construido para el consumo mediático.

La respuesta de Musk de amenazar con crear un “nuevo partido político” para el “80% del centro” revela la mentalidad de Silicon Valley. Cuando tu plataforma falla, construyes otra.

Ambos hombres han contribuido a la degradación de la democracia estadounidense. Son, a su manera, productos imperfectos de una cultura política que ha confundido la celebridad con la autoridad, el engagement con la sabiduría y el poder con la ausencia de límites.

Musk compró Twitter precisamente para eliminar lo que llamaba “censura” institucional, solo para descubrir que la verdadera censura le llovió del poder estatal. Trump pasó años atacando lo que denominaba el “Estado profundo”, sin reparar en que ese mismo Estado era la fuente de su autoridad. Al final, las instituciones demostraron ser más resistentes que sus críticos más ruidosos.

El conflicto ilustra una verdad incómoda sobre el poder en las democracias modernas. Tanto Musk como Trump intentaron, cada uno a su manera, crear fuentes alternativas de legitimidad. El primero, a través del control de la información; el segundo, mediante el culto a la personalidad.

Su ruptura demuestra que estos intentos solo pueden funcionar dentro de las fronteras que el Estado permite. Cuando esos límites se hacen evidentes, la verdadera jerarquía se revela con una claridad que no admite dudas.

El multimillonario puede alquilar el poder, influenciarlo, incluso manipularlo, pero no poseerlo. Mientras Musk se retira a intentar concentrarse en sus empresas y Trump continúa gobernando sin su antiguo aliado, quizá haya un atisbo de respuesta a la vieja pregunta de quién realmente manda en una disputa entre el hombre más rico del mundo y el presidente de Estados Unidos.

El dinero puede comprar muchas cosas, pero no lo que más importa: la decisión final.

Quizá para cuando termine el fin de semana se hayan reconciliado. Es probable que los chispazos vuelvan a iluminar un escenario desbordado de excesos. Lo preocupante no es que estos dos hombres ya no se hablen, sino todo el tiempo en que hablaron de más.

Y todo lo que queda por escuchar.

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