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Los dos demonios

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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El interesante encuentro en el Instituto Militar de Estudios Superiores propiciado por el ministro de Defensa Javier García el pasado 5 de noviembre dio pie para volver a discutir sobre la azarosa reconciliación entre los uruguayos, por los enfrentamientos de los años 60 y 70 del siglo pasado.

Tengo una fuerte conexión personal con el tema, sobre todo a partir de los años 90, en que leí mucho sobre los llamados “años duros” y entrevisté a no pocos de sus protagonistas, para escribir una obra de teatro que titulé Dónde estaba usted el 27 de junio.

En aquel texto, intenté no dejar títere con cabeza: defendí la hipótesis del asesoramiento estadounidense en técnicas de tortura, pero también me metí con los docentes de Secundaria dando línea antiimperialista a sus alumnos adolescentes. Mostré la brutalidad de la represión policial y militar contra chiquilines desarmados, pero también el mesianismo de un movimiento guerrillero que se alzaba en armas contra una democracia constitucional. En una parte escenifiqué el crimen del estudiante Líber Arce; en otra, el del peón rural Pascasio Báez.

Eran los años 90, en una breve etapa en que el revisionismo de la historia reciente había “pasado de moda” a nivel de la producción cultural: por eso, algunos compañeros de teatro despolitizados rechazaron mi texto. No les interesaba hablar de ese tema que creían superado, después de la confirmación de la Ley de Caducidad en 1989. Otros teatristas, estos sí, muy politizados, lo rechazaron duramente por un motivo diferente: veían allí con desagrado la reedición de la nefasta “teoría de los dos demonios”, una versión simplificada de la historia que reducía la complejidad de la guerra fría y el Plan Cóndor a una polarización entre militares y tupamaros, represores y guerrilleros, que había arruinado los valores cívicos de una democracia ejemplar.

Como no soy un testarudo, continué estudiando sobre el tema. La denostada teoría tuvo otro pico de menosprecio cuando en 2006, el entonces presidente argentino Eduardo Duhalde hizo “corregir” el prólogo del informe Nunca más (1984), escrito nada menos que por Ernesto Sábato, porque este inmenso escritor había osado incluir a la violencia guerrillera entre las explicaciones por el advenimiento de la dictadura genocida de Videla y sus secuaces. Quien reescribió el prólogo, de manera acorde a la corrección política de la izquierda de la época, fue Néstor Kirchner.

Para el pensamiento progre argentino, uruguayo y latinoamericano en general hubo un solo demonio, el del terrorismo de Estado.

Es cierto que hay una desproporción entre quien ejerce la violencia desde el poder (no solo combatiendo a quienes subvierten el orden, sino también torturando y matando a ciudadanos pacíficos y ejemplares) y quien lo hace desde la clandestinidad. Pero no hay duda que para víctimas como el conductor de ómnibus Vicente Oroza, el capataz de fábrica Juan Bentancor, el pandense Carlos Burgueño o el peón Pascasio Báez, la violencia es la misma porquería criminal, venga de donde venga. Son vidas que valen tanto como las de quienes cayeron por la crueldad de algunos militares de la época. Ni unas compensan a las otras, ni las disculpan. Todas son injusticias flagrantes.

Y si es válida la hipótesis de que nuestro país fue un campo de batalla más donde se libró la guerra fría, también es cierto que esos movimientos guerrilleros que hasta hoy se dice que habían surgido espontáneamente por las injusticias del capitalismo, en realidad fueron instrumentos de una misma pulseada sanguinaria y disparatada por imponer el totalitarismo colectivista.

Lo que me deja perplejo es que quienes miran esos tiempos con pragmatismo se suman al rechazo a la teoría de los dos demonios. Insisten en que los políticos de la época también eran culpables, ya fuera por omisión o por incapacidad.

Me parece una acusación absolutamente desproporcionada e injusta por varios motivos.

Primero, porque si todos somos culpables, nadie lo es, penosa resignación discepoliana. Segundo, porque los políticos no estaban allí colocados ni por el Pentágono ni por el Kremlin: estaban porque los había votado la ciudadanía, y no era nada fácil ejercer una actividad de servicio público en un momento como ese.

Y tercero, lo más importante: no hay mejor manera de entender la ineficacia política de aquel tiempo que compararlo con el actual. Hoy como ayer, hay nostálgicos de derecha e izquierda que tensan la cuerda para un lado o para el otro, generando escenarios de polarización que fortalecen sus propios prejuicios pero crispan a la sociedad, desequilibrando la convivencia constructiva y tolerante.

Si algo tenemos que aprender de esas épocas de radicalización es que las mayorías demócratas y civilizadas nunca más debemos callar nuestra voz contra los energúmenos de uno y otro signo, que quieren imponer sus ideas por la violencia o el insulto.

No fuimos culpables. Fuimos víctimas. Basta de salpicarnos a todos en su propio barro.

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