Ello ocurre —conste— no sólo por decisión del gobierno sino por movimiento espontáneo de la ciudadanía, que vuelve a responder a la adversidad de la coyuntura con una apuesta radical a las potencias de la educación.
Resulta estremecedor ver cómo, de la estrechez y la pobreza, salen fuerzas para comprar túnica nueva y presentar con prolijidad impecable a los niños, por la sola razón de que la escuela sigue siendo el más alto punto de referencia que tiene la familia, cualquiera sea su extensión.
Proyectado eso en liceos, Universidades e institutos terciarios en general, nos afirma un Uruguay que quiere saber. Eso no basta a la hora de, como personas, sumar los pesitos para elegir entre subir al ómnibus o tomar un cortado ni a la hora de, como país, negociar los dólares que no generamos con los acreedores que no elegimos. No arregla lo inmediato. Pero ilumina lo que vendrá.
Con la moda de preguntar datos en vez de interrogar conciencias y definir ideales, perdemos de vista todo lo que significa que hoy, cundidos de apremios, cada uno de nosotros, como Flechero Tell en el inolvidable "El Plata", esté afirmando con la rotundidad de los hechos: "Yo creo en la Educación". Y al repasar las cosas que son sin inspirarnos por el definido propósito de colocarlas como deben ser, perdemos una fuente de alegrías y esperanzas, que —como todo lo que realmente importa en la vida— existen y valen "a pesar de".
De veras: a pesar de que ganen poco los maestros y ganen poco los padres, a pesar de que falten algunas aulas o estén rebanados algunos bancos, a pesar de que estemos en la perpetua revisión de los planes y programas y a pesar de que este año inestabilidades como esa parece que duelen más porque —se suman en los liceos a las que los adolescentes traen de la casa y del entorno—, el inicio de los cursos debe vivirse con la euforia de quien —por la ruta de Larousse— siembra a todos los vientos.
La experiencia no consiste ni en equivocarse ni en dolerse, sino en el resultado de nuestra reflexión sobre nuestros errores y dolores. Si, a diferencia de otras veces —en las cuales en el Uruguay hemos sufrido mucho pero hemos aprendido poco—, esta vez aviva el seso y despierta pensando qué esperamos de la educación, encontraremos hoy, 2003, mucho más que lo mucho que —también sin plata y, además, con el Uruguay en crisis constitucional—esperó Varela cuando propuso la universalización de una enseñanza laica, gratuita y obligatoria; y lo mucho que soñaron Sarmiento, Andrés Bello, Pestalozzi, Spencer y Jules Ferry.
Encontraremos más, porque la pedagogía hoy tiene por misión no sólo repartir el conocimiento positivo para volver a acercarnos al renaciente ideal de igualdad en el punto de partida sino, además, para formar a las nuevas generaciones como personas con pensar propio, capaces de gestar enfoques originales y generar sus propios espacios. La abundante agua corrida desde que los pueblos civilizados abrazaron la causa de la educación ha puesto de manifiesto la función irreemplazable de la persona en el aleteo hacia las altas esferas de "las ideas no pensadas todavía" que columbraba Carlos Sábat Ercasty.
La esperanza depositada en el abrirse de las aulas de todo el país vale más aun que como símbolo de una postura colectiva de hoy, como prueba palpable de que somos en potencia lo que mañana debemos ser en acto.
Y eso, a pesar de nuestros pesares.