autobiografía

Dos nuevas traducciones mercedes estramil La estampa de suicida en ciernes precede a Donald Antrim, escritor estadounidense nacido en 1958 en Sarasota, Florida. Por edad, comparte promoción con su admirado y admirador Jonathan Franzen, con Chris Offutt, Donald Ray Pollock, y con algunos un poco más jóvenes como Chuck Palahniuk, Dave Eggers, Bret Easton Ellis o David Foster Wallace, que sí se quitó de en medio. La biografía de Antrim —abordada varias veces en formato ficción y de costado— contabiliza algunos ingresos en hospitales psiquiátricos y un perfil altamente depresivo. Una memoria de eso atraviesa su último libro (One Friday in April: A Story of Suicide and Survival, 2021). Contabiliza también una familia de progenitores y parientes tóxicos, que irrumpe con un escenario afectivo devastador en el libro La vida después, escrito a propósito de la muerte en 2000 de Louanne Antrim, su madre, personaje tan vulnerable como nefasto. Llamar a su gata Zelda Fitzgerald, homenaje más etílico que literario, también da una idea de la atmósfera hogareña que vivió y reprodujo. En 1999 había muerto la abuela materna de Antrim, y la madre de él había dicho que al fin ahora viviría “su” vida. Contra esas declaraciones la vida suele tener ironías reservadas. Louanne enfermó de cáncer a los bronquios y murió al año siguiente. En esa instancia fue Antrim, dolido y aliviado, quien dijo una semana después que ahora sí él también viviría “su” vida. En realidad, lo dijo así: “Ahora voy a comprar una cama enorme y coger un poco y vivir mi vida”. Y salió a comprarla con la que era su novia de entonces. Pero no había cama que lo convenciera, las compraba y cancelaba las compras, o se las traían, discutía con los vendedores y las devolvía. Pagó siete mil dólares por un colchón, que es una manera como cualquier otra de pagar una culpa.
Una biografía, sus memorias, y más luis fernando iglesias Este contenido es exclusivo para nuestros suscriptores.
Narrativa mexicana darío jaramillo desde Bogotá Las dos anteriores novelas de Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948), Tres lindas cubanas y El metal y la escoria, eran versiones de las historias de la familia de su madre, la primera, y de su padre, la segunda. El mismo Celorio detalla con agudeza: “liberado de las exigencias de la veracidad histórica, le di cabida a la imaginación novelística: modifiqué nombres, fechas, parentescos; suprimí de un plumazo personajes anodinos para la literatura por más que hubieran sido relevantes para la vida familiar, de igual manera que engendré otros que se desplazaron por mis páginas con la misma naturalidad que si hubieran transitado por la historia. Mi escritura se pobló de hipérboles, falacias, invenciones, lo que, paradójicamente, me permitió hacer calas más profundas en aquella historia original. Porque la ficción puede llegar adonde la veracidad histórica se detiene como delante de un precipicio. Y es que la novela tiene la potencia de ampliar las escalas y las categorías de la realidad”. Y precisa: “Justamente por haber alterado, con la imaginación, la historia referencial, considero que mis dos obras anteriores son novelas y no libros historiográficos”. Con estos antecedentes, parecía lógico que Celorio emprendiera después la novela de su propia familia. Así se lo cuenta a una de las interlocutoras de Los apóstatas: “qué quieres que te diga, aquí me tienes lidiando con esta tercera novela sobre mi familia. He de confesarte que no estoy nada contento ni satisfecho con ella. Me está costando mucho trabajo escribirla. Más que trabajo, mucho dolor, mucha pena, mucho sufrimiento. Nada me gustaría más que mandarla al carajo, con tu perdón. Pero no he podido. La necesidad de escribirla me cayó encima como una alimaña de la que quisiera sacudirme de inmediato. Así dice Julio Cortázar que tiene que deshacerse del cuento que de pronto se le mete en el cuerpo como una cosquilla insidiosa: ¡ya, lo antes posible! Pero el caso es que yo llevo años escribiéndola y no tengo ni para cuándo terminarla, si es que la termino. Me he alejado de ella en varias ocasiones, algunas por largos meses, pero tampoco he podido abandonarla. Así que ni para atrás ni para adelante”. Con todo y que Los apóstatas parece ser la tercera parte de una saga, desde el punto de vista del lector es una novela completamente autónoma, pues su única relación con las dos anteriores de tema familiar es que, de seguro, el lector que no las conozca querrá leerlas después de terminar Los apóstatas. Lo que no sabía Celorio eran los hallazgos que haría y que casi lo obligan a renunciar a terminarla. Tales son, que Los apóstatas acaba siendo dos cosas: primero, sí, la historia de su familia, papá, mamá y doce hijos, siguiendo la huella de dos de esos hijos y del propio Gonzalo, el hijo número once, por lo que, en cierto modo, la novela tiene ribetes de autobiografía. Y lo segundo es la historia misma de la escritura, de los hechos que encontró y que llegaron a inhibirlo, de sus propios temores, inquietudes, desconciertos y compensaciones, durante los siete años en que estuvo trabajando en ella: “Cuando empecé a pergeñar esta novela, no sabía en lo que me estaba metiendo. Tuve la ocurrencia de escribirla sin prever que ese primer impulso (si no del todo inocente, tampoco perverso, ni siquiera malicioso) terminaría por convertirse en una maldición”.
EL PERSONAJE FABIÁN MURO Damián González Bertolino atiende el teléfono en su casa, en el barrio Kennedy en Punta del Este, para hablar de su nuevo libro, El origen de las palabras. Y en el título hay que prestarle atención a dos palabras: origen y palabras. Porque se trata de la autobiografía del escritor. tapa libro El origen de las palabras Ahí, en esas páginas, está buena parte de su vida, y todo arranca con un tapón que se atascó en la garganta cuando era algo más que un bebé, y su madre le pega en el cuerpo para que ese tapón salga expulsado, y no lo asfixie. Así comienza el relato, a los golpes. Pero no es un libro efectista. Más bien, se trata de una narración que se deja leer con algo que parece facilidad. Es como si González Bertolino no “escribiera”, digamos. Todo fluye con naturalidad, de una manera que a primera vista parece sencilla, pero que dentro de esas oraciones llevan elegancia, pasión y contundencia. González Bertolino nació hace algo más de 40 años en Punta del Este, en ese barrio que en un momento dejó de llamarse así para denominarse “asentamiento”, con toda la carga que lleva esa palabra. Para él, sigue siendo un barrio, aunque también entiende, cómo no, que en algún momento el Estado abandonó ese lugar a la buena de Dios. Ahí ha vivido casi toda su vida, con esporádicos períodos prolongados en otros países para escribir, como Estados Unidos (es un apasionado del poeta Walt Whitman, por ejemplo). Cuando saltó a la notoriedad literaria, hace unos pocos años, fue previsiblemente rotulado como el “escritor que salió de un asentamiento”. En un momento, dice en broma y entre risas, como el “buen salvaje” en las letras uruguayas contemporáneas. —¿Qué significa ese barrio para vos?
Hay que leer Hay que disfrutar a uno de los más grandes poetas vivos uruguayo, hoy radicado en Brasil pero de apariciones frecuentes en Montevideo. En este caso no son poemas, sino autobiografía en prosa de fuerte sonoridad poética. Alfredo Fressia pasea al lector con elegancia por diferentes experiencias vividas, elevando el goce de leer a un nivel sublime. Y no, no son éstas adjetivaciones excesivas; este libro es adictivo, engancha al lector página tras página, provocando evocaciones que el lector difícilmente olvidará. “Tanto el viejo como el joven Fressia aprendieron que vivir es lidiar con un destino, hacerle trampas, buscar atajos, negociar con él, pero el viejo sabe que los hilos de lana ya han hecho su trama”, confiesa el poeta. (Yaugurú)
Nueva novela del autor uruguayo ionatan was A ojos del lector promedio, Daniel Mella podrá tener sus defectos a la hora de narrar o encontrar la palabra justa. Pero eso sí, nadie puede negar que es de esos escritores que “deja el alma en la cancha”, por decirlo en términos futboleros. Uno que no se guarda nada con la pluma: es auténtico, visceral, crudo por momentos. Un autor que literalmente se desnuda frente al lector y por momentos le habla directo, como queda claro con las Visiones para Emma. Novelista precoz de la literatura uruguaya, ya a los 21 años publicaba la primera obra, Pogo, en 1997, a la que seguirían Derretimiento (1998) y Noviembre (2000). Su carrera se vería discontinuada por las vueltas de la vida, cuando son otros los intereses que mueven a cada ser humano, a pesar del libro de cuentos que publicó en 2013, Lava. Volverá al ruedo con furia con un par de novelas autobiográficas muy profundas y muy intimistas, El hermano mayor (2016), y ahora con Visiones para Emma (2020). Son libros cortos, pero del estilo ya comentado. En cierta forma, libros que se complementan en este puzzle de la vida del autor. Las claves de lo autobiográfico se encuentran conforme se avanza en la lectura, como también googleando un poco al autor y estudiando las fechas que aporta la narración. De hecho, el narrador es precisamente eso mismo: un escritor. Pero de momento anda un poco alejado del ambiente atraído por nuevos horizontes, otras culturas. Y claro, esa costumbre de sentarse a escribir se va perdiendo, igual que le pasaría a cualquiera en la vida real. Son los “años en el desierto”. La llave para volver a publicar tiene nombre de novela. Se llama Emma; no es editora, pero trabaja en una editorial. Es la que insiste, la que motiva, aunque en un principio ninguno de los dos sabe bien por dónde empezar; podría ser un relato infantil, o acaso una guía espiritual. La figura de esta mujer se cuenta en la primera página con lujo de detalle, y, aunque su sombra envuelve todo lo demás, ya no volverá a aparecer. En una primera instancia ni el libro infantil ni la guía espiritual tendrán efecto para recuperar la vena de escritor, pero la búsqueda de una trama es suficiente motivo para hurgar en el pasado, preguntarse cosas, aunque esa introspección dure casi un lustro. Hasta que vuelve a publicar. A partir de entonces y hasta la última palabra, Mella se mete una y otra vez en diferentes etapas de lo que parece ser su vida: son como destellos fugaces, resplandores que se mezclan. El lector deberá estar atento, pues podría pasar que, a un cierto acontecimiento, enseguida le siga otro que haya pasado años después, o antes. Todo en un mismo párrafo, sin ningún aviso. Como si fuera un fluir de recuerdos que nos asaltan y que, sin filtro ni orden, los estampa en la hoja. Todo muy anárquico y muy pintoresco. A algún lector le gustará; otros quizá lo rechacen. Dentro de esa miríada de recuerdos se cuela la adolescencia, con la figura permanente y estricta del padre, cuya evocación vuelve una y otra vez. Luego la juventud y las primeras amistades del liceo; el desapego a las reglas y la vida libre, las drogas, la noche, el alcohol, las malas palabras; la primera vez y los burdeles del “bajo montevideano”, como llama a la zona limitante entre el Centro y la Ciudad Vieja. También los primeros pasos en el mundo literario, la emoción de escribir y ser publicado. Ya para entonces hay un Mella adulto, independiente, un autor/narrador al parecer responsable que se enamora, se casa y tiene hijas. Un Daniel Mella que se aburre y se va a Nueva York a buscar una nueva vida lejos de todo, pero que uno de esos días decide volver. Hay tantos “Daniel Mella” en el libro como personajes variopintos, inolvidables. Muy humanos, cercanos, muy clase media. Como Henry, un vendedor de discos montevideano (inspirado en un personaje real), o como Dragan, un inmigrante serbio de Queens (Nueva York), que brinda alojamiento a Mella en uno de tantos momentos de zozobra: así son los buscavidas. Además de memorias y personajes, la novela es un ejercicio de interpelación permanente. En especial cuando Mella —lector voraz en su adolescencia— descubre su oficio para contar historias, y luego intenta ser escritor, y así se va metiendo en un Montevideo intelectual. Al mismo tiempo se muestra pesimista con todo lo referente a la literatura uruguaya y a los que la forjaron; no se salvan ni Juan Carlos Onetti ni Felisberto Hernández ni Horacio Quiroga.