Una vida al ritmo de la oración llena de amigos y sentido del humor

| Uno de sus principales biografo recuerda al Wojtyla íntimo, el de cenas frugales y la charla animada y atenta

George Weigel (*) | NEWSWEEK

Todas las vidas están marcadas por muchos detalles: el pasado familiar, las habilidades innatas, la educación, sus intereses y hábitos. La vida de Karol Wojtyla, el papa Juan Pablo II, trasncurrió por un amplio rango de esos detalles. Fue el ser humano más mirado en la historia, fue visto en vivo por más personas que ningún otro hombre, aunque tenía un gran sentido de la privacidad y una pasada de moda, casi cortesana idea de los buenos modales. Inspiró a decenas de millones de personas por la intensidad de su fe; a pesar de que fue un místico al que le resultó imposible describir algunas de sus más profundas experiencias religiosas. Fue, sin duda, el hombre más informado de su tiempo pero raramente leía periódicos. Tuvo un profundo impacto en el final del siglo XX pero estaba convencido de que la cultura, no la política o la economía, era el motor que hacía avanzar la historia.

El ritmo de su vida era la oración. La mejor hora del día era la que dedicaba a la devoción y la meditación en su capilla antes de la misa de la mañana. Allí los visitantes podían oir los gemidos de su rezo, en una conversación con Dios que trasncurría, casi literalmente, más allá de las palabras. Además de en la misa y en el Oficio Divino (las exigidas oraciones matinales que todos los sacerdotes deben cumplir), se lo escuchaba rezar cuando iba caminando de reunión en reunión, paseando por los pasillos vaticanos o relajándose después del almuerzo en el jardín que está sobre el Palacio Apostólico en el que vivía.

Rompiendo siglos de tradición, insistió ser el anfitrión en su propia mesa, teniendo invitados a cenar o almorazar, casi todos los días de su papado. En más de dos docenas de encuentros en los últimos 14 años, descubrí que Wojtyla era una persona sin afectación y natural, capaz de hacer sentir cómodo incluso a los visitantes más reticentes, hombres o mujeres, laicos o religiosos. Era como que la comida le importaba poco, pero le gustaba lo dulce. En sus últimos años tomaba té de hierbas, mientras a sus invitados se les servían los mejores vinos locales, pasta, pollo asado o carne delicadamente cortada sobre una alfombra de vegetales. La conversación, no los carbohidratos, era su alimento favorito.

Su charla en la mesa era en tres o cuatro idiomas simultáneamente. Fue el interlocutor más intenso que conocí, un hombre más interesado en lo que uno tenía para decir que en contarle sus pensamientos o, mucho menos, decirle a uno qué pensar. En media hora podía conducir la conversación de la política internacional a los acontecimientos en una parroquia local, de preguntas a algún intelectual que le interesaba a consultar por los hijos de un invitado.

Su memoria para los nombres era fenomenal, y lo podía dejar a uno de una pieza, recordando conversaciones enteras que había tenido con él hacía años.

Su sentido del humor era seco y robusto. Le gustaba bromear y que bromearan con él. Su sentido del humor sobre su propia vida y sus circunstancias, tendía a lo irónico. Una noche después de cenar en su residencia veraniega en Castel Gandolfo, su secretario le trajo un montón de papeles que necesitaban su firma; algunos de ellos, para el emperador tal o el presidente cual, escritos en un pergamino con una hermosísima caligrafía. A mitad de la pila, obviamente cansado después de un largo día, con una ceja levantada dijo, "Povero papa", pobre papa. Y lanzó una carcajada, que tuvo eco en todos los invitados.

En los tres años y medio que mantuve conversaciones regulares con el Papa mientras escribía su biografía, me sorprendió la intesidad y la resistencia de sus amistades. Una vez que uno se hacía amigo de Wojtila, era amigo para toda la vida, y él se esforzaba para mantener viva esas amistades.

En una era en la que las personalidades se arman con pedazos de convicciones (la política por acá, la religión allá; la moral por un lado y los intereses artísticos por el otro) Wojtyla era asombroso. Tenía la personalidad más integrada que conocí y todo en él se centraba en la convicción de que Jesucristo era la respuesta a todas las preguntas humanas. Estuviera reunido con Mijail Gorbachov, el Sindicato de Peluqueros Italianos o los hijos de sus amigos, cada encuentro ocurría dentro del horizonte de la absoluta e inamovible convicción de que cada hombre o mujer que conocía eran actores de una gran obra cósmica escrita y dirigida por Dios.

Para las convenciones de su tiempo, la intensidad de sus convicciones cristianas podrían volverlo un sectario, incluso un hombre peligroso. Para él, sin embargo, era precisamente su fe cristiana la que le exigía estar en contacto con todos porque todos tenían un valor inestimable, y todo era de su interés. "En los designios de la providencia, no hay meras coincidencias", dijo en 1982 en el primer aniversario del intento de asesinato. Para Wojtyla esa era la verdad del mundo. Siendo fiel a esa verdad, se convirtió no sólo en un ser humano inmensamente atractivo, sino también en uno de los grandes forjadores de la historia contemporánea.

Ahora está donde siempre quiso estar.

(*) En 1999 Weigel escribió el libro "Testigo de esperanza", la biografía más completa del Papa, traducida a varios idiomas.

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