Por Delfina Milder
Recuerdo cada segundo del 24 de febrero de 2022. Es el día en que dejamos de vivir. Este año no existió para nosotros”. Olha Pylypchuk es ucraniana, tiene 24 años y vive en Uruguay como refugiada. Escapó de la guerra tres días después de aquel 24 de febrero y llegó a Uruguay con un jean, dos buzos, una laptop y su pasaporte. Aquí la esperaba su novio, un uruguayo.
“Aunque nuestra vida se haya detenido el 24, con mi familia decimos que vivimos 100 años en uno solo”, dice a El País, por todo lo que han atravesado. Ella cree que la guerra se gana en dos frentes: en el campo de batalla y a través de la información: que la gente sepa lo que está pasando en Ucrania.
Olha vivía en Leópolis, cerca de la frontera con Polonia, pero unos meses antes de que estallara el conflicto se mudó a la casa de su madre en Jmelnitsky, más al centro del país. “Teníamos planes y vivíamos la vida como cualquier persona”, cuenta Olha. Es profesora de inglés; antes de la guerra estaba en sus planes abrir un pequeño instituto.
Sobre los días previos a la invasión, cuenta: “Estaba simplemente viviendo mi vida. Dos de mis hermanos vivían en Kiev, y el menor vivía en Vinnytsia. Planeábamos encontrarnos pronto. Todo era normal. Claro que se hablaba de (Vladimir) Putin, pero no creíamos realmente que fuera a hacer lo que hizo. Entonces, simplemente vivíamos nuestra vida”. No lo creía antes y tampoco lo creyó cuando, a las cuatro de la madrugada del 24 de febrero, la despertó la llamada de un amigo. Le decía que la guerra había empezado. “¿Qué guerra?”, respondió ella.
Olha chequeó las noticias locales. Nada. Chequeó las noticias en inglés y ahí sí: Rusia bombardeó Ucrania. “Fui al cuarto de mi madre, le dije ‘la guerra empezó’, pero ella tampoco lo creyó. Hasta que empezamos a oír explosiones”, cuenta. Las dos se aferraron a una última posibilidad: los ruidos podían venir de una mina a cielo abierto que estaba muy cerca de la ciudad. Su madre llamó a una amiga que vivía más cerca de la mina. La respuesta fue la que ya habían oído: empezó la guerra.
Olha recuerda esas horas así: “Nuestra casa empezó a temblar. Teníamos un estante con vasos que empezaron a caerse. Oíamos las bombas, los aviones… Teníamos un aeropuerto militar cerca de la ciudad y estaban bombardeándolo. Me desplomé en el piso y mi madre trató de levantarme, me decía que hiciéramos las valijas, que fuéramos al sótano, que hiciéramos algo. Pero yo estaba paralizada. Por un lado, me daba cuenta de que estábamos en guerra. Por otro, trataba de aceptarlo pero no podía”.
Más tarde llegaron sus hermanos desde Kiev y Vinnytsia, esquivando soldados rusos en la ruta e intentando localizar campos de batalla para sortearlos. Olha también recuerda cada segundo de ese reencuentro. Dice que fue “imposible de poner en palabras”. A la vez, describe una imagen en particular, una escena que es, quizá, un símbolo de la guerra misma. “La primera cosa que mi hermano sacó del auto fue un arma. Tenía permiso para utilizarla. Fue surreal, porque usualmente, cuando iba a casa, lo que sacaba del auto eran flores para mi madre y chocolates para mí. Ese día llevó un arma”.
El viaje
El resto de los días a partir del 24 han sido para Olha construir sobre una vida que había perdido. El 27 de febrero de 2022 partió hacia la frontera de Ucrania con Rumania. Su madre no quiso irse del país, se quedó con los abuelos de Olha. Sus hermanos no podían salir por ley; tampoco querían por si tenían que combatir. Y Olha, con sus 23 años, una mochila y chocolates para el camino, cruzó un continente.
“Después de llegar a Rumania, me tomé un tren desde una ciudad de la frontera hasta Bucarest. Mi pasaporte decía “Ucrania” en el frente, y la gente lo vio y empezó a darme dinero. Hasta ese momento mi cabeza solo había pensado: ‘no llores, sé fuerte, hay que seguir’. Pero allí, cuando la gente insistía en ayudarme, me quebré. Viajé ocho horas en tren pensando en que había perdido todo, hasta mi historia”.
Un pasaje que le compró la familia de su novio fue la puerta a una vida nueva, aunque lejos. Tomó tres aviones y entró a Uruguay sin saber español.
Como refugiada, por ahora, no puede volver su país. Habla con su familia por teléfono, aunque estos días ha sido difícil porque están sin electricidad. El reencuentro es una incertidumbre. “Cuando le escribo a mi madre pienso: ‘ojalá despierte mañana’. Nos están bombardeando sin parar”, dice.
Mientras tanto, Olha intenta rehacer su vida. Da clases de inglés online y se anotó en Administración en la Universidad de la República. Aunque aún no habla español, puede entender. “Decidí no ser solo una refugiada. Quiero aprender, contribuir al país”, dice. A pesar de tanta incertidumbre, Olha tiene una convicción: “Sabemos que Ucrania va a ganar un día”.
Acto en memoria de las víctimas de la guerra en Ucrania
Con motivo del aniversario de la invasión de Rusia a Ucrania, el cónsul honorario de Ucrania, Diego Guadalupe, brindó ayer viernes un acto en la Embajada británica, cedida por la embajadora Faye O’Connor en solidaridad para realizar el evento. En diálogo con El País, Guadalupe celebró que Uruguay haya apoyado la resolución de la Asamblea General de la ONU que solicita cese de hostilidades y retiro de las fuerzas invasoras rusas de Ucrania. Aseguró que “no hay geografía del mundo que se salve de la tragedia que ha decidido (Vladimir) Putin”, y por esa razón, “es importante que la ciudadanía sepa que no se trata de que la OTAN agredió a Rusia ni de que en Ucrania hay nazis”, sino que se trata de una agresión injustificada “que afecta a todos los países del mundo”.
Ciudades del oeste “no están seguras”
La guerra cambió para siempre, en un día, la vida de todos los ucranianos y moldeará de ahora en más parte de su identidad. “Todo ucraniano está orgulloso de serlo”, dice Olha Pylypchuk. “Pero desafortunadamente, ahora duele ser ucraniano”. La vida se detuvo: “No tuvimos primavera, verano, cumpleaños. Pero al mismo tiempo, celebramos estar vivos cada día. Cambiamos nuestra mentalidad drásticamente”, reflexiona Pylypchuk. Ella, que vivía en Leópolis, una ciudad al oeste de Ucrania, casi en la frontera con Polonia, escucha comentarios del estilo: “Viven como un país normal, no pasa nada en Leópolis”. A eso, Olha responde: “Ese ‘no pasa nada’ es el precio de miles de vidas. Porque en Ucrania, si alguien no perdió a su familia, perdió a un amigo. Alguien perdió a su hijo, alguien fue violado, alguien fue asesinado”.
La ciudad de Leópolis, alejada de la línea del frente aunque golpeada por ataques rusos, se convirtió durante este año de invasión en un centro de acogida de miles de desplazados internos. Más de cinco millones de personas atravesaron, algunas para quedarse, la ciudad de 800.000 habitantes donde residía Olha, que en la cúspide de la crisis albergó a dos millones de personas, según datos del concejo municipal.
Desde el primer día de la invasión llegaban trenes abarrotados sin parar desde toda Ucrania, y solo se detenían unos minutos antes de emprender el viaje de vuelta a las ciudades bajo ataque para ayudar al mayor número posible de personas a escapar de las bombas.
Miles de vecinos de Leópolis se volcaron para recibirles y distribuir los enormes flujos de desplazados entre varios puntos de recepción que surgieron en escuelas, universidades, monasterios y bibliotecas.
Olha sostiene que “las ciudades que están más alejadas del campo de batalla no están seguras. Hay gente que, por ejemplo, sale a tomar un café porque quiere apoyar la economía local. Pero cuando están tomando ese café, caen bombas sobre su cabeza”.
Para ella, los ucranianos están “afrontando la situación, llevándola día a día y agradeciendo estar vivos”, pero agrega: “No estamos bien, no estamos seguros y nunca volveremos a ser los mismos”.