Sólo los corresponsales de la televisión norteamericana e inglesa reportaron el júbilo popular tras la caída de Bagdad sin tratar de minimizarlo. En general, la prensa mundial quería ver una derrota militar anglonorteamericana, o al menos una feroz resistencia nacionalista, una especie de Stalingrado que demostrara el rechazo del pueblo iraquí a la arrogante bota imperialista de Washington y Londres, auxiliada por unos cuantos polacos y australianos vendidos a los centros de poder capitalistas.
Pero no ocurrió así. Cuando se desplomaron las defensas de Bagdad, pese a los esfuerzos del pintoresco Ministro de Información, uno de los personajes más destacados en la historia universal del optimismo, el pueblo se lanzó a la calle a manifestar su alegría y a derribar las estatuas de Saddam Hussein. Junto a los alegres manifestantes no faltaron, claro, los asaltos a los palacios del dictador y a los edificios oficiales, porque desde tiempos inmemoriales se sabe que cuando la libertad llega súbita e inesperadamente, y cuando simultáneamente se esfuma la policía, desaparecen los ceniceros, los acondicionadores de aire, y todo aquello con lo que el noble pueblo consigue arramblar en medio de la confusa algarabía, que es, por cierto, palabra árabe.
¿Por qué suele existir una distancia tan grande entre los sentimientos y creencias profundas que tienen los pueblos y los que arbitrariamente les atribuyen los periodistas? En general, porque muchos de mis colegas son revolucionarios de baja intensidad que no llegan a la profesión con el ánimo de describir la realidad tal y como es, sino como debiera ser de acuerdo con las anteojeras ideológicas a través de las cuales examinan los conflictos, distorsión que se exacerba en un buen número de escuelas de periodismo rabiosamente tercermundistas en las que los jóvenes aprenden que todas nuestras congojas son producto de la maldad sin límite de los países desarrollados.
¿Cuántas veces los corresponsales van a ser mordidos por sus propios prejuicios? Recuerdo el espectáculo increíble de periodistas extranjeros que lloraban incrédulos en la Managua de 1990 cuando los sandinistas fueron derrotados por Violeta Chamorro, sin advertir que los nicaragüenses hacían lo único que debía esperarse de seres racionales: votar en contra de una colección impresentable de saltamuros y sacatripas que llevaban una década practicando la más implacable devastación. Y no puedo olvidar a los colegas europeos que calificaban de "traidores" o "vendepatrias" a los felices panameños que recibieron con aplausos a los marines que derrocaron a Noriega. ¿Qué se suponía que hicieran? ¿Apoyar al narcodictador que los torturaba y asesinaba en las cárceles mientras saqueaba el erario público?
¿Cómo es posible que el grueso de los periodistas y corresponsales extranjeros que ahora se asomaron al caso de Irak no tuvieran en cuenta el precedente de Afganistán, donde otro pueblo fuertemente nacionalista y profundamente mahometano también recibió a los "infieles" invasores dando muestras de alegría y gratitud porque venían a librarlo de la plaga de los talibanes? ¿Por qué los iraquíes iban a tener una conducta diferente a la de los afganos? El fondo de la cuestión era el mismo: las tropas extranjeras llegaban a quitarles de encima una terrible calamidad que los oprimía.
Es un problema de sensatez y sentido común. Al periodista no le es difícil prever el sentimiento profundo de los pueblos, o predecir su probable comportamiento, si es capaz de despojarse de sus prejuicios ideológicos y preguntarse cómo se sentiría él mismo si fuera un nativo y no un corresponsal extranjero. Saddam Hussein era un carnicero enloquecido que había convertido la tortura y el asesinato en un modo habitual de control. Los había llevado a guerras espantosas con sus vecinos en las que murieron cientos de miles de personas. Había gaseado a varios millares de curdos y exterminado a decenas de miles de chiítas. La policía, el ejército y su partido político no eran nada más que instrumentos para ejercer su ilegítima autoridad e imponer el terror. Megalómano incontrolable, se había clonado en mil estatuas de bronce y en cien mil cuadros heroicos e insoportables. Corrupto hasta el tuétano, había borrado los límites entre el patrimonio privado y el público, y poseía una docena de palacios fabulosos, mientras entregaba enormes porciones del botín a sus familiares, amigos y cómplices. Y era tal el miedo que inspiraba a sus vasallos, que en las elecciones sacaba el 100 por ciento de los votos. Todos los votos eran para él porque la gente, sencillamente, se moría de miedo en su presencia.
¿Cómo sorprenderse, entonces, de que los iraquíes recibieran con vítores a los marines yanquis y a las "ratas del desierto" británicas? Para los iraquíes no era un ejército de invasores, sino una especie de anhelada fuerza compasiva que venía a librarlos de una desgracia infinita que ellos no podían sacudirse por sí mismos. O sea, exactamente la misma percepción que hubiera tenido nuestra legión de equivocados corresponsales y periodistas —salvo notables excepciones, algunas de ellas buenas amigos míos, por cierto— si les hubiera tocado la inmensa desgracia de haber sido iraquíes en tiempos de Saddam Hussein.
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