Al pie de la letra

| Jorge Abbondanza

La ortografía no tiene demasiado prestigio en la actualidad. El viejo rigor en la materia ha sido sustituido por la olímpica displicencia juvenil en cuestión de escritura, un territorio donde ya no existe mucho esmero para colocar los tildes, las haches o las zetas. Cuando a nivel internacional surge alguna iniciativa para modificar esas normas, puede levantarse la polvareda que estalló cuando el mundo de la informática propuso suprimir la eñe de la lengua castellana, lo cual habría simplificado el sistema y sus teclados, abaratando de paso algunos costos. Pero los hispanohablantes se sublevaron, declarando que renunciar a la eñe significaba dejarse arrancar un retazo de la identidad, por no hablar de lo raro que habría sido escribir peldanio, suenio o canio. La defensa de esa letra se convirtió en un emblema cultural, al extremo de que un nuevo suplemento del matutino porteño (¿o portenio?) Clarín se llama justamente "Ñ".

Más pedazos de identidad son arrebatados en otras latitudes por similares motivos: el mundo de habla germánica (Alemania, Austria, Suiza) se ha sobresaltado por una nueva disposición que suprime la letra "eszett", que se escribe como la beta griega y equivale en alemán al sonido de la doble ese. La "eszett" se utilizaba corrientemente, tanto en libros como en diarios y revistas, de manera que los lectores veteranos sabrán extrañarse al notar la falta del signo. No todo el mundo está de acuerdo con esa mutilación y así algunos de los grandes periódicos alemanes (como el Frankfurter Allgemeine, el Süddeutsche Zeitung o el semanario Der Spiegel) anunciaron que conservarán el uso de la "eszett".

La pulseada es brava, porque según encuestas recientes sólo el 13 por ciento de la población alemana apoya la modificación, que fue planteada en 1999 pero recién ahora provoca unos revuelos de inesperada intensidad: mientras el gobierno hace saber que "no dará marcha atrás con la reforma", una serie de eminentes profesores de lengua, catedráticos de derecho y políticos notorios sugieren convocar a una consulta nacional para debatir el asunto, que no se limita a borrar una letra sino también a cambiar la escritura de ciertas palabras compuestas, que ahora deben escribirse de corrido y no separadas como antes. En defensa de la reforma opinan críticos famosos como Marcel Reich-Ranicki, que argumenta la necesidad de "facilitar la lectoescritura" y reducir "la brecha entre el idioma que habla la gente y el de la literatura".

Los opositores no descansan, empero: el novelista Günter Grass prohibió a sus editores "modernizarle la ortografía" y los ministros de Educación de los países germánicos preparan una conferencia destinada a enfrentar esa "contrarrevolución". Por lo pronto, desde el 1º de agosto de 2005, las nuevas normas serán obligatorias en todos los documentos oficiales. Falta saber lo que harán con ese material los transgresores.

Si bien es cierto que los idiomas son organismos vivos, cuyos cambios e incorporaciones son tan inevitables como otros procesos que transforman al hombre y a la cultura, ciertas reformas (la de suprimir la eñe o la eszett) no parecen una evolución sino un atentado. Cada observador opinará sobre el caso de acuerdo a su apego por el pasado, a su respeto por la herencia —oral y escrita— de una lengua y a su relación personal con las reglas en la materia. Veremos qué ocurre con todo esto cuando pasen los años (o los anios).

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