CATERINA NOTARGIOVANNI
Un hotel es por definición un lugar de paso. Allí se va a descansar, en plan vacaciones; se va por trabajo, por estudios y a veces, las menos memorables, por demoras en la conexión de un vuelo.
Check in, check out. Se entra y se sale. El tiempo de estadía varía según las circunstancias, pero posiblemente pocos han pensado en un hotel como un lugar de residencia permanente.
Sin embargo, hay excepciones. En la jerga hotelera se les llama "estables". En Montevideo hay 92 hoteles registrados como tales ante el Ministerio de Turismo. De ellos, 16 -todos en las categorías de una, dos o tres estrellas- albergan a huéspedes estables.
Dos vecinas. María y Sarita tienen algo en común: cuando enviudaron se mudaron a un cuarto de hotel. La soledad a la que se enfrentaban en esa circunstancia, el dolor de seguir viviendo rodeadas de recuerdos, e incluso la propia seguridad, las motivaron a buscar un lugar donde sentirse acompañadas y cuidadas. Ahora son ¿vecinas? en el Hotel Ermitage. Sarita llegó hace tres años, y María tres meses atrás.
Para Sarita Márquez de la Serna de Barriola, de 91 años y sin hijos, vivir en el hotel es "fantástico". La vida que lleva "no la hubiera tenido nunca viviendo sola en mi casa". Sarita pasó los últimos años con su marido en Pinamar, Canelones, en una casa con jardín. El primer invierno después que falleció su marido lo pasó sola en esa casa: "fue horrible".
"Venir al hotel me pareció lo más apropiado para que me protegieran, para sentirme cuidada. Acá son todos unos seres humanos extraordinarios, sin excepción. Te digo, la verdad, que ni en una casa de salud la parte humana es como acá", afirmó
Para el diputado Remo Monzeglio, presidente de la Asociación de Gerentes de Hotel de Latinoamérica, este fenómeno es creciente y responde a que "hay lugares que se han depreciado como puntos de hotel, como por ejemplo el centro de la ciudad, donde hay hoteles chicos que se han vuelto opciones de vida". Las dificultades a la hora de conseguir una garantía de alquiler también tienen que ver en esto. En la opinión de Monzeglio se trata de una "excelente opción para los hoteleros"
María (que prefirió no divulgar su apellido) tiene 64 años y quedó viuda hace cuatro meses. Tiene dos hijos y 10 nietos. Con el dolor todavía omnipresente afirma que no se siente como viviendo en un hotel porque "en el trato son todos divinos, los empleados son gente maravillosa que está siempre pendientes de lo que te haga falta". "Es como una familia grande", agrega.
"Si sos semisociable por lo menos te llevás bárbaro. De tardecita bajo a tejer, charlo con mis amigas, vemos el informativo... si querés estar sola, estás sola, y si querés estar acompañada estás acompañada".
"No extraño en absoluto tener mi casa, esta es mi casa", dice María. "No hay nada negativo, todo es positivo, me siento como en casa, ni siquiera me doy cuenta de que estoy en un hotel", opina Sarita.
La alimentación diaria es una cuestión que se resuelve afuera. La comida se compra hecha y se calienta en microondas. Sarita comenta que a veces extraña "cocinar y comer mi propia comida porque la que te traen de afuera es distinta, tiene otro sabor. A veces me gustaría hacer algo más íntimo, alguna de esas comidas por las que uno tiene debilidad, como una tortilla o algo así de simple".
María valora como positivo que tiene independencia y amistades. Afirma que el hecho de vivir en un hotel la ayuda a sentirse más segura que viviendo en un departamento.
Nueve mujeres y un hombre forman parte del electo "estable" del Hotel Ermitage, ubicado en la zona de Pocitos. La edad promedio de los huéspedes es 75 años. Las tarifas oscilan entre los U$S 950 para las habitaciones al frente y U$S 750 para las traseras.
"YO VOLVERÍA". Una separación fuera de libreto llevó a Pedro a vivir durante tres años en el Hotel América. Empujado por la circunstancia y sin tiempo de buscar un apartamento y comprar muebles, este hombre de 67 años encontró en el hotel "la salida más rápida".
"El cambio me favoreció desde el punto de vista funcional, pero no desde el punto de vista anímico porque pasé a vivir en una cárcel de lujo, no porque me encerraran y no me dejaran salir, sino porque la intimidad en un hotel está sólo dentro de la habitación", relató.
"Desde el punto de vista de la comodidad no te falta nada; de lo único que me tenía que encargar era de la ropa", dijo Pedro.
Remo Monzeglio observa que los pasajeros permanentes "en líneas generales son personas solas, retiradas y jubiladas. Hay otro nicho de mercado interesante: el de los hombres recién separados, que crece cada vez más".
Pedro dijo que tener que comprar los alimentos afuera todos los días hizo que perdiera de vista "el sabor de la comida casera", al punto que su "momento más feliz" era los fines de semana cuando se reunía con un grupo de amigos a almorzar o cenar comidas hechas en casa.
Justamente, algo tan simple como invitar amigos a casa se convierte en una excepción. Si bien las invitaciones estaban permitidas "el mismo ambiente te va anulando esa posibilidad". El espacio reducido de las habitaciones no es el ideal para las reuniones sociales, lo que lleva a que "tu mismo evites esa posibilidad".
Pedro ya no vive en un hotel. Su decisión respondió a cuestiones meramente económicas; "me independicé del hotel porque no podía costear las nuevas tarifas ". Amante de la "libertad bien entendida, que no quiere decir hago lo que quiero", Pedro afirma que hoy "si tuviera los medios económicos volvería de vuelta al hotel".
Comodidad
"Me siento como en casa, ni siquiera me doy cuenta de que estoy en un hotel", afirmó María
Expediciones infantiles en el Caribe
A los ocho años Mercedes Pavón vivió siete meses en un hotel cinco estrellas en República Dominicana junto a su hermana de 9 años y sus padres. Llegó allí porque su padre trabajaba como maitre para la Compañía Internacional de Hoteles.
"Era divertido porque hacíamos lo que queríamos, sobre todo porque podíamos romper algunas reglas, como la de no mirar televisión hasta tarde. Si bien mis padres estaban en la habitación contigua no les era posible controlar todo. Eso nos daba una sensación de libertad impensada para esa edad", contó.
Las niñas tenían horas específicas para desayunar, almorzar, merendar y cenar. Lo "más complicado" era que los padres de sus amigos no les permitían "ir a jugar" con ellas al hotel.
Las mañanas estaban dedicadas a la escuela y las tardes eran "de expedición por el hotel". "Recorríamos todos los vericuetos. Entrábamos a las habitaciones vacías, nos dábamos un baño en la piscina, nos metíamos en la cocina, el cine, la boite", comenta Mercedes, que hoy tiene 45 años.
Finalmente, las pequeñas les pidieron a sus padres dejar de vivir allí porque se sentían "presas". Y así fue. La familia se mudó a una residencia que quedaba justo en frente del hotel.