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Dos años de soledad acumulada dejan secuelas en los más frágiles: ¿cuáles son?

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Residencial de ancianos. Foto: Estefanía Leal.
Residencial de ancianos, Montevideo ND 20220225, foto Estefania Leal - Archivo El Pais
Estefania Leal/Archivo El Pais

DETERIORO Y TRASTORNOS: IMPACTO DE LA PANDEMIA

Una mirada al daño que causó la pandemia en residenciales de adultos mayores y hogares de INAU: avance del deterioro cognitivo, trastornos de ansiedad y depresión

"Si no hay abrazos, no voy”, dijo Tomás. Su hermano menor, Juan, se plegó a la medida: “Si Tomás no va, yo tampoco”. El gesto franco de los niños implicaba que Mariela se quedara sin ver a sus nietos aquel fin de semana, aunque fuera a través de un vidrio.

La escena (real) no fue en marzo de 2020, cuando en Uruguay afloraba el pánico de la pandemia; tampoco en el otoño de 2021, cuando el covid-19 se cobraba 70 muertos a diario. Fue hace solo 15 días en un residencial capitalino.

Algunos lugares, algunos colectivos, viven todavía hoy con un contacto restringido con el mundo exterior. Y, dos años después, empiezan a notarse síntomas del impacto: la soledad acumulada en sus cuerpos y en sus mentes.

Los adultos mayores que viven en residenciales vieron acelerado su deterioro cognitivo. “Retrocedieron tres o cuatro escalones, cuando en el transcurso de este tiempo lo esperable era que lo hicieran uno o dos”, dice el médico Gustavo Díaz, parte de la directiva de la Asociación de Residenciales de Adulto Mayor (Aderama).

El deterioro se mide a través de lo que llaman valoración geriátrica integral, y contempla tanto su estado físico -si pueden hacer actividades, si usan bastón- como su estado cognitivo. Lo de Díaz es una “sensación” basada en los residenciales que dirige y conoce, pero no hay estudios sobre esto a nivel nacional y tampoco internacional, o al menos que los especialistas conozcan.

Dardo Roldán, el presidente de la Sociedad Uruguaya de Gerontología y Geriatría, coincide con Díaz en la percepción. “No es que el aislamiento genere el deterioro, sino que la enfermedad progresa más. Sobre todo por la falta de estímulo”, explica.

El deterioro cognitivo se expresa muchas veces a través de la falta de memoria. También aparecieron alteraciones de comportamiento. “Están más agresivos, gritan, oponen resistencia; hay mayores episodios de agitación psicomotriz”, describe Roldán. Ante la prohibición de salir a la calle, personas habitualmente controladas empezaron a reaccionar con ansiedad y violencia.

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Residencial de ancianos. Foto: Estefanía Leal

Claro que hubo etapas de más o menos miedo y riesgo, y todo afectó en función del nivel cognitivo de cada uno. Al principio, los que tenían mayor consciencia veían el informativo y, temerosos, no reclamaban por sus familiares pero eran los que más sufrían. Los de cierto deterioro no entendían; se sentían abandonados. Sin talleres, sin actividades, fueron perdiendo la noción de los días de la semana. Los cumpleaños se seguían festejando, pero sin familiares, y era duro. Fueron dejando de reconocerlos.

En octubre de 2021, con la tercera dosis y un nuevo protocolo del Ministerio de Salud Pública (MSP), hubo un par de meses de respiro y flexibilización. Las visitas pasaron a ser más libres y volvieron las salidas. Pero se terminó rápido: ómicron y su contagiosidad volvió a poner a los geriatras en alerta. Y aunque el MSP no ajustó el protocolo, ellos entendieron que debían limitar otra vez la vida de sus pacientes, siempre pensando en su bien.

“Claro que tiene secuelas”, dice Díaz sobre la soledad y la falta de contacto físico. “Lo sienten mucho. La mayoría de los adultos mayores tienen problemas auditivos y visuales. Para ellos, el tacto es muy importante. Los familiares reclaman por el abrazo pero uno se queda sin respuesta porque el riesgo es elevado”, lamenta el médico, que agrega que lo que más le “dolió” restringir fueron las salidas de los residentes.

Con una salvedad: en muchos residenciales, las cuidadoras los siguieron tocando, aun con tapabocas y sobretúnica. “Si los ayudan a comer o a vestirse, no cambia mucho que les den un abrazo”, razona Díaz.

Y en esto Roldán sostiene que la soledad, si bien afectó a todos, impactó más en las personas que viven solas, o en pareja, o en familia reducida. “La gente que vive en establecimientos de larga estadía tuvo al personal del lugar, que podía acompañar”, dice, aunque aclara: “En esta otra etapa, que está todo más abierto, sí se siente más la distancia”.

En la mayoría de los residenciales, que están obligados a tener un asistente social o un psicólogo, la presencia de estos profesionales se suspendió, al igual que la de los talleristas. Es que también ellos suelen ir de institución en institución, con lo cual crece el riesgo de traspaso del virus. En algunos casos dejaron funcionando el servicio como algo excepcional y a demanda. Siempre al aire libre y con distancia, como las visitas.

También se frenaron las consultas médicas con neurólogos, psiquiatras, traumatólogos. Y eso llevó a que todos retrocedieran un poco y aumentaran su grado de dependencia. “En cuanto al deterioro físico, podría decirse que los que eran autoválidos desarrollaron alguna dependencia leve, y los que tenían dependencia leve derivaron en dependencia severa”, advierte Díaz.

Mariela, una mujer de 73 años profesional y activa que tuvo un accidente cerebrovascular en agosto y perdió la movilidad del lado izquierdo de su cuerpo, era una durante los meses de relativa apertura y fue otra después del encierro de enero. Sus pequeñas caminatas y estiramientos quedaron truncos cuando sus hijos no pudieron visitarla más. Sus músculos se acortaron y ya no puede mantenerse en pie.

La muerte de 15 residentes de un residencial en Fray Bentos, en Río Negro, disparó la alarma de las autoridades sanitarias. Foto: Estefanía Leal
Residencial de ancianos. Foto: Estefanía Leal

“Ella tuvo una mejoría cuando entró (al residencial), pero después (de diciembre) una profunda desmejoría”, dice Pablo, su hijo. “El encierro significó que la fisioterapia disminuyera y eso le afectó mucho”, agrega.

Pero, además de la movilidad, Mariela perdió otra cosa. Dejó de sostener la mirada. “Nos da la sensación de que se está apagando, y que de fondo hay una gran depresión”, dice Pablo.

Mariela, que pasó buena parte del verano sin contacto con su familia, se contagió de covid en el residencial y por suerte lo cursó sin complicaciones. Paradójicamente, el virus le trajo bienestar: después de dos meses de encierro, este fin de semana se encuentra en la casa de su hijo, con el abrazo de sus nietos.

La vida que tocó.

La psiquiatra Mónica Silva llega a un hogar de niños de cinco y seis años y enseguida se le acercan. “¿Venís a hisopar?”. Silva piensa para sus adentros: cómo la pandemia cambió las preguntas de los más chicos. Una niña dice: “Quiero ser la primera porque yo no quiero tener covid”. Y otra idea se le cruza a la psiquiatra: qué interesantes mecanismos de adaptación están desarrollando. “Eso habla de la aceptación de la vida: esta es la que me tocó, vamos”, señala la directora de la división Salud del INAU a El País.

En los centros de 24 horas la mayoría de los niños llegan con historias de violencia, desamparo, separación de sus vínculos, y con miedos. El covid-19 fue, para ellos, un miedo más del que los adultos hablaban todo el tiempo. Sobre todo al principio y en momentos de muchos contagios, las preguntas de los chiquitos fueron algo más cruentas: ¿me voy a morir?, ¿a quien voy a contagiar?, ¿se van a morir aquellos a los que contagié?

El miedo generó angustia y esta trajo, a su vez, trastornos por ansiedad y depresión, indica Silva. Esto aplica para todas las edades y también lo ha visto en sus consultas particulares. No hay investigación específica sobre el efecto de la pandemia en población institucionalizada, afirma la psiquiatra.

Una posibilidad es que la institución haya sido protectora. Fuera de los hogares, los niños que nacieron en 2020 “no tienen socialización ninguna”, advierte. “No es la vida que acostumbrábamos tener: amigos, placita... Haber estado encerrados de alguna manera va a pegar, y ahora hay que volcarlos a la vida ‘normal’”, explica Silva, que agrega: “Hay que analizarlo. Este va a ser un año de análisis de todo esto”.

En los niños que viven en hogares de INAU hubo algunas particularidades: el hisopado más frecuente por tratarse de comunidades cerradas, los traslados a centros covid en caso de resultar positivos. “Son cosas que no están programadas en la mente del niño. Eso va a seguir y va a generar angustia”, insiste la psiquiatra.

INAU. Foto: Darwin Borrelli.
INAU. Foto: Darwin Borrelli.

Estos niños se enfrentaron al covid separados de su medio familiar, en una institución con muchos adultos y donde, encima, “los adultos no tenían cara”. En el instituto notaron que se asustaban y era difícil que entendieran que esos “marcianos” con tapabocas y sobretúnica eran personas conocidas. Se procuró usar máscaras de acetato para que se vieran las caras. Se buscaron estrategias, como hablarles de lejos sin tabapocas para que los reconocieran y luego con tapabocas al acercarse.

Por lo pronto, algunas claves para ayudar a los niños radican en conversar con ellos sobre el tema, explicarles, y también buscar el costado lúdico: jugar con tapabocas, incorporar elementos de la pandemia a la vida cotidiana, naturalizar la sobretúnica de un cuidador como si fuera la túnica de la escuela, sugiere Silva.

Los que conservan vínculos con sus familias sufrieron la falta de visitas, que solo estuvieron prohibidas entre marzo y julio de 2020, pero debieron restringirse en varios momentos por brotes. En cuarentenas que podían extenderse hasta un mes, los más pequeños no entendían por qué no podían ver su mamá o a su papá. Fue angustioso para ellos y para los adultos.

Si bien los adolescentes también sufrieron (ver aparte), el gran signo de interrogación está puesto en los chiquitos, donde “el impacto fue más grande” y las consecuencias de la pandemia aún están por verse, dice Silva. Hoy notan elementos de ansiedad o reacciones intensas, por ejemplo en los que perdieron algún familiar. Pero esas no son secuelas, sino reacciones esperables. La directora de Salud de INAU sostiene que habrá que ver, de acá a un año, o seis meses después de retomar la vida normal, “cómo pudieron elaborar esta situación”.

Y Silva hace otra observación: lo que seguro trajo la pandemia fueron más consultas por violencia y abuso intrafamiliar. Esos niños nos mostrarán, en unos años, otra cara de la pandemia.

Suicidios en niños víctimas de violencia

La psiquiatra Mónica Silva conoce tres suicidios en niños durante lo peor de la pandemia. Según cuenta, solo en uno fue una niña vinculada al INAU. En los tres casos eran niños que pasaban muchas horas solos en sus casas. Y en dos de los tres había elementos de violencia intrafamiliar. “La maestra, el club de niños contrahorario, detectan. Ahí el niño tiene alguien a quien recurrir. Al dejar de tener esa protección, pasaron a estar a expensas del agresor”, destaca Silva. “Al chiquilín que viene un poco mal, la incertidumbre de no saber cómo será su vida lo puede bandear feo”, agrega.

El “sentido común” más allá de los protocolos

Tras dos años de pandemia, los niños y los adultos mayores institucionalizados siguen viviendo bajo protocolos y reglas que sus cuidadores, en muchos casos, adaptan con “sentido común”.

En los residenciales, aunque las visitas no están prohibidas desde octubre, dependen de las instalaciones. Gerardo Notte, vocal de Aderama (que agrupa a 200 de 1.500 establecimientos), dice que los locales con jardín corren con ventaja. Aquellos que son casas de familia adaptadas muchas veces no tienen siquiera un lugar para separar a los visitantes. Notte entiende que los dueños más “temerosos” mantengan restringidas las visitas. “No lo justifico, pero es lo más saludable”, dice, en referencia a que el covid-19 sigue siendo una enfermedad potencialmente mortal. Las salidas también son un tema “de sentido común”. Notte habla con los familiares: “Vas a sacar a tu mamá. Tenés claro que una cosa es que vaya a la rambla, y otra es a un cumpleaños”. En general, cuando salen, al regreso se los aísla de cuatro a siete días.

En los centros de INAU las visitas se retomaron en julio de 2020 y no se volvieron a limitar. Pero se aplicó el sentido común para encontrar el equilibrio entre lo sanitario y lo emocional, explica Mónica Silva, directora de la división Salud. “Era muy nocivo si no. Uno tiene que poner en la balanza el mal menor”, dice. Aun así, con dos o tres casos los hogares entraban en cuarentena y esto generó un “desgaste” de niños y educadores. Dado que algunos hogares no tenían espacios para aislar, se generaron “centros covid” que aún funcionan. Con los adolescentes, que pueden salir por su cuenta, el aislamiento generó una “reacción sana de rebeldía”. Ante esto se procuró mantener las actividades, incluso con positivos asintomáticos, para evitar “fugas” y mantener el “control” de la situación.

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