SIN SALIDA
Las llamadas al teléfono para población de calle pasaron de 10.697 en 2019 a 36.633 en 2020.
Sofía tiene 77 años y los ojos más tristes que vi en mi vida. Se preocupa por encorvar las comisuras de los labios hacia arriba, por fingir que no está tan mal, pero la farsa se desploma de inmediato cuando empieza a contar su historia: un marido que la dejó joven, 30 años de empleada doméstica y la pérdida del empleo porque “el patroncito” se murió; una pensión de hambre “que no alcanza” y un hijo internado en la Colonia Etchepare “porque también se quedó sin esposa y se puso mal”.
Después una pensión, que le cobraba $ 7.000 por semana y que sin la ayuda de su hijo no pudo pagar. Se atrasó dos semanas, la desalojaron y se le quedaron con todo: cocina, heladera, ropero y televisión. “No es que no me los den, pero me piden que pague lo que debo. Y hay otro problema, si pago no sé a dónde llevarme todo eso”. Encima, cuando todo se desmoronaba, una pandemia.
Mientras el 5 de mayo caminaba sin rumbo, a Sofía le encontró un matrimonio, la subió a su auto y la llevó al Ministerio de Desarrollo Social (Mides). Allí la derivaron al Urban Express, un hotel sobre la calle Andes esquina Uruguay, que el ministerio abrió como centro 24 horas para atender los pedidos de auxilio que se multiplicaban. Llegó y le dieron una habitación, la que comparte con otra señora de su misma edad. La semana pasada fue su cumpleaños y sus “compañeros” -así los llama-, le compraron una torta y se lo festejaron. “Cuando llegué estaba hecha pelota, tenía un frío tan grande y me sentía tan mal. Yo tengo: asma, diabetes, colesterol, arritmia, estoy operada de la cadera y también del corazón”.
Sofía es una de las 1.336 personas que cuando el coronavirus llegó a Uruguay pisaron por primera vez un refugio del Mides. Los datos van del 15 de marzo al 4 de octubre. El año pasado, en esas mismas fechas, esa cifra fue bastante menor, se registraron 776 ingresos nuevos.
Los pedidos de ayuda a las líneas telefónicas de la secretaría dirigida por Pablo Bartol también se multiplicaron de forma sorprendente. De marzo a setiembre de 2019 la línea estándar recibió 40.823 llamadas, en el mismo período de 2020 fueron 212.887; el mes en que más gente se comunicó fue mayo, que se pasó de 6.011 a 42.411, respectivamente. En cuanto a la otra línea telefónica, la de población de calle, las llamadas pasaron de 10.697 a 36.663; y el mes con más comunicaciones fue julio -algo que siempre es así por las bajas temperaturas-, se pasó de 3.629 a 12.100.
Atrapados
La historia de Sofía está conectada con la de María, que dice tener 74 años, pero parece cargar con 10 menos, y a quien la angustia la obliga a interrumpirse varias veces. También llegó al Urban el 5 de mayo, y también se quedó sin lugar para vivir porque el dueño de la casa en la que trabajaba como empleada doméstica, falleció. Eso fue el 12 de noviembre. “Conseguir ese tipo de trabajo en verano es difícil, porque la gente se va de vacaciones, y después en marzo arrancó el coronavirus y nadie quería meter a un desconocido adentro de su casa”, explica.
Ella dice que está bien en el Urban, y que pese “a que a veces se arma lío, la gente grita y se pelea”, nunca hubiera podido pagar un lugar como ese. Tiene su habitación, que comparte con otra señora de 85 años, en la que cuenta con cama siempre limpia, una ducha caliente y un televisor. Tiene también las cuatro comidas diarias, aunque ella a veces se compra algo afuera porque tiene un problema estomacal. “Yo estoy muy agradecida, pero acá hacen mucha cosa con tuco y yo no lo puedo comer”, explica.
Desde la ONG que administra el Urban ya le preguntaron si quiere volver a trabajar, y ella contestó que sí, que si le consiguieran algo lo haría sin problemas. Pero luego, cuando le explicaron que si esto pasaba dejaría de tener derecho a un refugio 24 horas y pasaría a estar en uno que fuera solo nocturno, dijo que no, que mejor iba a esperar, porque de ahí no se quiere ir. “Después de día qué hago, tengo que andar vagando por la calle”, dice María.
En el Urban hay 66 personas, la gran mayoría de ellos adultos mayores. Más de la mitad es la primera vez que pisan un refugio.
El día después
Aparicio, que tiene 95 años, dice que no sabe cómo fue que llegó al Urban. “Yo vivo en San José, me dijeron ‘tenés que irte’, y me trajeron para acá”, advierte y abre las manos con desconcierto. Quizá por vergüenza podría no decirlo, pero se nota en su expresión que no lo sabe: su familia llamó al Mides y pidió que lo trasladaran a él y a su esposa allí, porque no tenían forma de mantenerse, y porque tampoco había manera de ayudarlos, debido a que la pandemia hizo estragos en todo su entorno.

“Fue una orden que mandaron allá y una amigo mío me dijo que me tenía que venir. Habían dado una orden. Yo trabajé en el puerto, acá en Montevideo, y después me fui para allá. Ahora soy jubilado. Acá me tratan bien, la gente es compañera, nos pasamos conversando y tomando mate, nos dan de comer, pero yo me quiero volver”, dice Aparicio, que comparte su habitación solo con su esposa.
Todos coinciden en que el Urban es una suerte de paraíso en el contexto de sus realidades. Pero saben que esto no será eterno. Y el día después es lo que más les preocupa. Primero les dijeron que se podían quedar hasta setiembre, pero cuando ese mes se terminaba les avisaron que se extendía hasta noviembre o diciembre.
“Si pienso en el futuro…”, dice María y el llanto la interrumpe. “Yo estoy conversando con una prima, que capaz que me puede dar una habitación”, señala Sofía sin convencimiento. “Yo quiero volver”, advierte Aparicio. El ministro Bartol, en tanto, aclara que, aunque el Urban se cierre, “quien siga necesitando un techo, un refugio de 24 horas, lo tendrá”.
"Roces" en el Urban por fútbol o política
En la puerta del Urban Express hay unas 10 personas, están sentadas o recostadas contra la pared y todas saludan amablemente. Adentro, hay unas 20 más, desparramadas en los sillones del hall, alrededor de una larga mesa rectangular, o paradas en rondas. Conversan un poco menos que gritando, y lanzan estruendosas carcajadas. Este es el espacio común, que se puede utilizar solo determinadas horas en el día. Algunos no lo usan, prefieren el silencio o el sonido de la televisión dentro de sus habitaciones.
En el Urban, que es administrado por la Fundación a Ganar, hay un equipo de cinco cuidadores, un educador, un psicólogo y un enfermero. En cuanto a cómo es el ambiente, algunos de sus trabajadores coinciden en que “hay días y días”. A veces hay algún “roce”, por fútbol, por política o porque alguien dice que otro le sacó algo.
Este refugio se concibe como un centro de contingencia para el COVID-19. Algunos han entrado y se han ido, porque consiguieron algún trabajo y en ese caso son derivados a refugios solo nocturnos, o -los menos- porque pasaron a no necesitar la ayuda del Mides.

Tres preguntas a Pablo Bartol: "“Queremos que la gente genere autonomía”
¿Cómo será el día después de la gente que está en el Urban? ¿Qué pasará cuando este centro de contingencia cierre en noviembre o diciembre?
Estamos buscando montar otro tipo de centros. No creemos que la modalidad de hotel sea la mejor. Sí estamos buscando la forma de que sea un centro 24 horas en el que puedan estar tranquilos. Lo que sí queremos es que la gente que pueda ir generando autonomía, que lo haga. Eso para nosotros es importante. Por eso inauguramos en el Instituto Artigas 48 módulos habitacionales, donde se hacen su comida, se limpian y el plan es que mañana puedan salir del sistema.
La población de calle creció mucho durante la pandemia, ¿qué se espera que pase con las personas que por primera vez llegaron a un refugio?
Los nuevos ingresos respecto al año pasado prácticamente se duplicaron. Nuestra estimación es que es gente que por la pandemia dejó de pagar la pensión. Se trata, en su mayoría, de personas que tenían trabajos informales, que vendían algo en la calle, o hacían de cuidacoches. Suponemos que cuando vuelva la actividad a crecer, que ya está creciendo, estas personas van a poder generar los ingresos suficientes para pagar su pensión y volver a tener una vida más autónoma.
¿Cuánto tiempo le parece que llevará para volver a los niveles de población de calle atendida por el Mides que había antes del COVID-19?
Y veremos las inversiones que podemos hacer. En el caso del Artigas hubo mucha inversión privada. Para nosotros las donaciones son cosas muy buenas. Este año ya llevamos recibidos US$ 2.200.000 de particulares, de organizaciones gremiales. Acá hay transparencia, todas las donaciones se publican en una página web, se dice a dónde van y se reporta todo al donante. Pero para conseguir esto tenemos que demostrar que el Mides es una alternativa de salida.