Mujeres

MARCELLO FIGUEREDO

De la discusión parlamentaria sobre la cuota femenina en la vida política, una de las cosas que más llama la atención son las idas y venidas que esta semana han protagonizado nuestros representantes: un partido que primero dijo que no y luego que sí, dos senadores que antes dijeron que sí y ahora que no. En pocas palabras, dudas o maniobras de varones que más bien parecen una estratagema (astucia, fingimiento, o engaño artificioso, según reza el diccionario) típicamente femenina. Es que en algunas cosas, hombres y mujeres somos mucho más parecidos de lo que nos quieren hacer creer los sexistas.

Veamos. Se puede estar de acuerdo en que un Parlamento de 130 miembros con apenas una quincena de mujeres brinda una imagen de país empobrecida, antigua, polvorienta. Se puede estar de acuerdo, también, en que ciertos cambios requieren el empujón de una medida políticamente correcta por excelencia como la discriminación positiva. Aunque ése es, al mismo tiempo, uno de los flancos débiles del pretendido avance, porque si el argumento pro cuota femenina se llevara al extremo, pronto tendremos que reclamar la representación proporcional de otros sectores de la sociedad (los negros, los discapacitados, los zurdos: elijan ustedes el ejemplo que más les guste), olvidando que ésas y otras variables no guardan relación alguna con la aptitud para desempeñar una función.

Pero lo más curioso, desde mi punto de vista (masculino, lo siento, chicas), es la supervivencia de una idea tan pobre, antigua y polvorienta como un país machista: la que sostiene que las mujeres aportan una sensibilidad distinta (cuando no mayor) al ejercicio de la política.

Es cierto que la antropología y la psicología nos han demostrado que las mujeres hacen algunas cosas mejor que los hombres. Por ejemplo, hablar de dos o tres temas a la vez sin enredarse. Una interpretación algo ambiciosa de ésas y otras dotes ha llevado a concluir que ellas son más hábiles a la hora de armonizar y lograr acuerdos. Lo raro es que, siendo así, las mujeres que ejercieron liderazgos políticos en tiempos de paz y democracia registraron performances menos notables que las de aquellas que mandaron en épocas de guerra o en regímenes monárquicos. ¿Por qué la historia siente más aprecio por las conquistas de Catalina la Grande, de Isabel de Castilla o de la faraona Hatshepsut que por los gobiernos que sin pena ni gloria llevaron adelante tantas presidentas o primeras ministras de nuestra era?

Por otra parte, ¿de qué sensibilidad femenina para la política estamos hablando? ¿De la sensibilidad de Cleopatra, desviando tropas a su antojo y azotando esclavos con métodos crueles? ¿De la de Margaret Thatcher, que pasó a la historia como la Dama de Hierro? ¿De la de Cristina Fernández de Kirchner, que se sale de las casillas apenas una caricatura no le gusta?

Las mujeres deben estar más presentes en la vida política, y es posible que una ley desnude que su ausencia obedecía a una segregación de larga data. Pero que nadie crea que su sola presencia nos conducirá alegremente a un mundo mejor y más sensible.

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