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El dolor de una larga ausencia

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Angustia. Juan y Alejandra sienten la ausencia de Ignacio. Foto: Leonardo Carreño
Nota a Alejandra Rodriguez y Juan Eduardo Susaeta, padres de Jose Ignacio Susaeta, joven ausente, desaparecido, foto Leonardo Carreño, nd 20150716
Archivo El Pais

Los padres de Ignacio, Juan Susaeta y Alejandra Rodríguez buscan incansablemente a su hijo, que desapareció, dejando una carta que desconcertó a toda la familia. Mientras tanto, siguen planeando marchas y movilizaciones en todo el país; "lo vamos a buscar a donde sea" dijeron.

Transcurría el 23 de enero del corriente año. Un calor intenso invadía Montevideo y al resto del país. Todo parecía normal. La capital estaba desierta. Las noticias daban cuenta de algún incendio, fruto de las altas temperaturas, y de hechos delictivos poco relevantes, salvo uno, que conmovió a la barriada de Brazo Oriental, y mucho más a la familia Susaeta.

Era el cumpleaños de Juan, marido de Alejandra y padres de tres hijos: Ignacio, Natalia y Martín Susaeta.

Habían coordinado una reunión íntima entre los más allegados. Llegaba la tardecita, bajaba el sol y Juan retornaba a su casa en donde lo aguardaba su familia.

Él entraba por el estacionamiento a eso de las 20:30 y, mientras tanto, Ignacio salía por el portón principal. Los separaban unos metros, pero no imaginaron que nunca más estarían tan cerca entre sí. Fue el último cruce de miradas entre Juan e Ignacio.

El joven de 23 años salía de su casa vestido con sencillez, de bermuda clara, una remera de manga corta y championes.

Hacía unos minutos se había duchado. Antes de partir le dijo a su madre que pasaría por la casa de un amigo "por un tema con una cuadernola", y luego iría a buscar a su novia para volver con ella y festejar junto a toda la familia.

Dos horas más tarde, a las 22:30 aproximadamente, Alejandra, la mamá de Ignacio, comenzó a preocuparse y a preguntar por qué aún no había vuelto el joven a su hogar, ya que no era lejos la casa del amigo ni tampoco la de la novia. Además, había ido en su auto, un Chevrolet Spark color negro, lo que hacía que se redujeran los tiempos.

En los aprontes del agasajo a familiares y amigos, Alejandra le da el celular a Martín, su hijo más chico, y le dice que llame a Ignacio, que le diga que "ya estamos todos, que lo estamos esperando, a ver cuánto más va a demorar".

Suena el teléfono, —hay tono—; a los segundos atiende Ignacio y el diálogo con su hermano menor fue breve.

Martín: —¡Hola, dice mamá que ya están todos acá y quiere saber cuánto más demorás!

Ignacio: —¡Sí sí, ya voy Martín, ya voy para ahí!

Ignacio nunca más apareció, nunca más lo vio su familia, nunca más hubo una charla telefónica.

Unos 30 minutos después de aquella llamada, sobre las 23:00 horas, la preocupación y la intriga envolvían más la casa de los Susaeta. Alejandra decidió llamarlo, ya muy inquieta por la situación. Esta vez no hubo suerte, el celular de Ignacio no daba tono, no sonaba, estaba apagado.

La primera noche.

Las llamadas empezaron a reiterarse en tanto crecía la angustia; una y otra vez intentaron contactarse con Ignacio y lo único que lograban distintos familiares y amigos era escuchar una contestadora de fondo. A la 1:30 de la madrugada del 24 de enero, no dudaron más. Quienes estaban al tanto fueron a la búsqueda del joven.

Primero llamaron por teléfono al amigo de Ignacio, aquel que aguardaba una cuadernola, con apuntes de la Facultad de Ingeniería. Ignacio nunca había llegado allí, no se había ni asomado a la puerta de la casa.

Después se contactaron con la novia, quien efectivamente lo estaba esperando para ir a saludar a Juan por el cumpleaños, que hasta hoy fue el peor de su vida. Tampoco Ignacio había pasado por allí; casi que el mismo sufrimiento que vivía la familia era lo que estaba sintiendo su novia; aunque junto a la preocupación extrema llegó a molestarse por la demora.

Había una inquietud general, un grupo de gente organizada y enfocada en el mismo objetivo: dar con el paradero de Ignacio Susaeta.

Esa búsqueda no cesa hasta el presente. Por todos lados anduvieron; en el barrio, en el Centro de Montevideo, en la rambla. La pesadilla se expandía y profundizaba ante la falta de novedades.

Al amanecer, Ignacio seguía sin dar señales, sin llamar a sus padres, sin contactarse con su casa, su novia o amigos.

A las 7:00 de la mañana, concurrieron a la comisaría del barrio, la 12, y allí hicieron la denuncia, quedando requerido el auto Chevrolet Spark negro, y el joven "con averiguación de paradero".

El sábado se hizo eterno, con pocas horas de descanso, la búsqueda continuó del mismo modo, por todas partes, en cada rincón de Montevideo. Para entonces, el grupo era más grande, ya estaba alertado el círculo de Ignacio, incluyendo a los amigos con los cuales se había ido de vacaciones una semana antes a Punta del Diablo, donde nadie advirtió algún tipo de anomalía en su comportamiento durante la estadía.

Las hipótesis eran interminables. Que lo podían haber robado, que lo tenían atrapado, que tal vez hubiese sido secuestrado, y hasta lo peor.

Pero jamás nadie imaginó que el hijo de Alejandra y Juan se había ido por decisión propia, por una cuestión sumamente personal e indescifrable.

El auto y la carta.

El domingo 25 de enero, a las 16:00 horas llegó una llamada desde la comisaría 18 de Lagomar; enseguida eso provocó sentimientos encontrados, un cruzamiento de expectativas y miedo. Habían encontrado el auto de Ignacio.

Estaba estacionado frente a una heladería, en la rambla y avenida Bullrich; el vehículo había permanecido allí desde el viernes a la noche, de acuerdo a la versión que llegó a la policía gracias a los vecinos del lugar. Tenía la alarma puesta y estaba cerrado.

En ese momento los padres de Ignacio tomaron una copia de las llaves del auto y se dirigieron de inmediato al balneario de la costa.

Llegaron en medio de un intenso calor, expectantes. El auto no presentaba señales de violencia. No estaba chocado, ni rayado, no tenía ni un rasguño. En el interior estaba la mochila de Ignacio, sus pertenencias, las que se llevó el viernes cuando partió de su hogar.

Lo único que no apareció en ningún momento fue su cédula de identidad, ni las llaves del auto. Había algunos pañuelos descartables en el asiento del acompañante y una señal, algo diferente, algo que no esperaban. Ignacio había dejado una carta para su familia.

Era la letra del joven, algo desprolija, como si hubiese sido escrita con prisa, corrida de los renglones. Un par de hojas transmitía sentimientos profundos, cosas que sintió o sentía en ese mismo momento en el que decidió apoyar la birome sobre el papel.

Los párrafos describían una y otra vez sentimientos de vulnerabilidad; definitivamente algo pasaba por su cabeza en ese momento, que ninguno de sus allegados consiguió advertir en alguna oportunidad.

"Al ver la carta pensamos lo peor, la pudimos leer pocas veces, no sabíamos bien dónde estábamos parados en aquel momento", aseguró Juan, con cara de consternación y amargura interminable. Las conjeturas continuaron.

Esa tarde se coordinó un equipo de búsqueda y rastrillaje por la zona, encabezado por Prefectura. En los días siguientes fue intensa la recorrida por la zona costera, pero no se dio con pistas o indicios de algo que permitiera encontrar al joven. Ahora sabían que no solo estaba desaparecido, sino que también había sido por decisión propia que Ignacio tomó una determinación imprevista.

Un mes después, "por el 20 de febrero más o menos", según relataron a El País los padres de Ignacio, apareció el celular. Lo encontró "una señora que limpiaba en la playa, la policía lo pudo rastrear y nos avisaron, la última llamada que tenía era con nosotros", contó Alejandra.

En el dispositivo, hasta el momento no se descubrió una señal que aporte datos a la investigación.

"Tranquilo, inteligente, solidario y muy capaz".

Ignacio Susaeta era estudiante de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República. Tiene 23 años, vivía en una familia de clase media y tenía novia desde hacía cinco años. "Es un chico sumamente inteligente, tenía proyectos de vida, ahora no estaba trabajando pero pensaba dar clases de matemáticas en el garaje de casa" aseguró a El País su padre, Juan Susaeta.

Sus amigos y compañeros también lo describen del mismo modo: "tranquilo, inteligente, sumamente capaz y solidario".

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