En los últimos años, el concepto de políticas basadas en evidencia ha ganado protagonismo en el discurso público. La idea parece intachable: diseñar políticas públicas respaldadas por estudios rigurosos y datos empíricos que demuestren su efectividad. Pero este enfoque, que en teoría parece una fórmula perfecta, puede ocultar una sutil arrogancia académica. La realidad social es compleja, y la evidencia científica, aunque valiosa, no siempre es aplicable de manera universal o en contextos diferentes a aquellos donde fue obtenida. Además, es fundamental recordar que las decisiones políticas recaen, en última instancia, en los políticos, no en los académicos. Más aún, tenemos una enorme confusión en qué es un académico y su idoneidad a prueba de balas.
En el marco de la lucha contra el COVID, estos debates se intensificaron y, de cara a las próximas elecciones, vuelven a cobrar relevancia. En esta nota reflexiono, nuevamente, sobre este tema al que me referí en la columna de abril del 2021 bajo el título de: “A propósito de políticas públicas, no todo es ciencia”.
¿Qué entendemos por "evidencia"? Esta es una primera y fundamental pregunta. A menudo nos referimos a estudios que han demostrado que una intervención funcionó en un contexto determinado. Como expresó Javier Mejía en una nota para Forbes Colombia, las propuestas de políticas públicas basadas en evidencia, muchas veces toman la forma de “debería hacerse X, porque hay un artículo académico que muestra que X, en el contexto A, tuvo efectos positivos sobre una dimensión Z”. Sin embargo, nos solemos olvidar del contexto de aplicación, tal vez en un marco distinto lo efectos no sean iguales. La realidad es que la evidencia es contingente y muchas veces menos robusta y precisa que lo ideal. Lo que funciona en un lugar y en un momento determinado no necesariamente tendrá los mismos efectos en otros. También nos solemos olvidar que, además de la dimensión Z, puede haber otras afectadas. En el ámbito social, cuál dimensión priorizar implica consideraciones normativas por fuera de la discusión en base a evidencia.
¿Cómo evaluamos la evidencia? Un segundo aspecto refiere a las capacidades que tenemos para evaluar esta evidencia y los efectos que esto genera. Recientemente en un programa periodístico televisivo nacional uno de los panelistas arrojaba a otro un “eso no es lo que dice la evidencia”. Contundente. Pero difícil de verificar y procesar. Puede ser cierto, pero más que el comienzo de un intercambio de ideas, esta afirmación cierra el diálogo. En oportunidades puede que sea el único camino, pero la discusión de evidencia científica suele procesarse mejor en espacios especializados, como congresos o revistas académicas, y no tanto en el debate público.
¿Qué significa ser académico? Esta tercera pregunta nos lleva a lo que entiendo es una confusión común. Las últimas semanas hubo un pronunciamiento público de un conjunto de economistas asociados al Frente Amplio en contra del plebiscito de la seguridad social promovidos por el PIT-CNT. Varios medios de prensa se refirieron a ellos como académicos. Sin embargo, del listado de 112 firmantes solamente 9 forman parte del Sistema Nacional de Investigadores. El haber estudiado en una universidad no transforma al graduado en un académico, a menos que reduzcamos el término a una expresión menor. La validez de los argumentos esgrimidos por lo colegas en contra del plebiscito es de valor en sí misma y no se desprende de su eventual cualidad de académicos. En el otro extremo están los comentarios de Daniel Olesker que indicó no ser afín a “metaproyecciones” y que “la vida dirá si el grado inversor se pierde o no se pierde” y “la vida dirá si hay que aumentar impuestos o no hay que aumentarlos”. Este desapego a los datos es también peligroso y, ciertamente, no lo que esta nota trata de impulsar.
¿Quién es el responsable y en qué carácter lo es? Un aspecto final es que las decisiones de política pública, finalmente, son responsabilidad de los políticos, no de los técnicos-asesores, por mayores credenciales que posean. Si bien la experiencia profesional puede proveer datos valiosos, la política no es sólo cuestión de datos, sino también de valores, visión y prioridades. Tal vez estemos de acuerdo en el efecto que una política pública genera sobre una dimensión social determinada. Pero puede que haya otra dimensión que se valora por sobre esta. Cuando se toma este tipo de decisiones, que en su naturaleza implica considerar disyuntivas, se está actuando en el rol de hacedor de política y no de generador académico.
Lo aquí comentado no significa rechazar la evidencia o subestimar su valor, sino reconocer sus límites. Las políticas públicas basadas en evidencia no son un fin en sí mismo, sino una herramienta. Pero, como cualquier herramienta, su efectividad depende del contexto en el que se utilice. Existe una sutil línea entre basar nuestras políticas públicas en el conocimiento que distintas experiencias puedan haber acumulado, tanto nuestras como ajenas, y asumir un pedestal de autoridad sobre un dudoso escudo académico.