¿Qué impulsa a ciertos pueblos a avanzar y enriquecerse, mientras otros se estancan? Es, sin duda, una de las preguntas más relevantes que se formulan sociólogos, economistas e historiadores. Deterministas como Jared Diamon, en "Guns, Germs and Steel", sostienen que Occidente hizo punta no por su superioridad innata, sino por tener la combinación zoobotánica justa. Felipe Fernández Armesto, en "Civilizations", afirma que el éxito está sujeto a geografía y clima. Mucho antes, Edward Gibbon y Arnold Toynbee -entre los máximos historiadores en lengua inglesa- añadían a todo eso el factor humano. En "Wealth and Poverty of Nations", David Landes explica que los hábitos culturales formaron imperios y generaron la Revolución Industrial.
En vena más polémica, Rodney Stark, en "The Victory of Reason", coincide en que Occidente inventó el capitalismo. Pero el título de su libro se da de bruces con su tesis, que rescata la religión como motor. El planteo convencional, ligado a la escuela francesa del siglo XIX, es que el Renacimiento y la Reforma liquidaron la autoridad de la Iglesia Católica Romana. La secularización, pues, generó libertad de pensamiento y desterró la obediencia canónica. Sus resultados fueron el capitalismo y el progreso tecnocientífico.
A criterio de Stark, esa teoría no encaja en los hechos. Por el contrario, el capitalismo comenzó a desarrollarse en la Baja Edad Media, punto de vista ya señalado en el siglo XX por la escuela sociológica alemana. "Todas las innovaciones relevantes -señala el autor- fueron obra de creyentes. La religión no ahogaba ideas científicas ni económicas, más bien fue al revés".
Este historiador apela a investigadores recientes y no tanto, que -como Marcelino Menéndez Pelayo hace más de un siglo- han desvirtuado algunos prejuicios sobre la "edad obscura". Cuanto más aprendemos -apunta- más advertimos que buena parte del progreso atribuido al Renacimiento o a la Reforma realmente data de la Baja Edad Media. Por ejemplo, casi cien años antes de Copérnico, Jean Buridan (1323-58) y su sucesor en la Universidad de París, Nicolas d`Oresme (1323-82) explicaban que la Tierra rotaba sobre su eje".
Otros escolásticos medievales hicieron descubrimientos de similar enjundia en economía y técnica. Quinientos años antes de Adam Smith, Alberto Magno señalaba: "los bienes valen según cómo lo determina el mercado al momento de venderse". Como Smith, lo dijo en latín. Monasterios y abadías funcionaban como empresas y eran no sólo centros de producción o comercio, sino también cajas de inversión. De hecho, los genoveses inventaron la banca comercial recién durante el siglo XIV.
Bajo la égida católica, se inventaba, copiaba o comercializaba una amplia gama de adelantos técnicos. Entre ellos, brújulas, relojes, navíos de carena redonda, carros con frenos y ejes delanteros, ruedas de molino, lentes, etc. Estos progresos, arguye Stark, no salían del dominio laico posterior al siglo XV, sino de gente con evidente formación católica. Luego de Tomás de Aquino, un aristotélico, la teología enseñaba que Dios había creado el universo según leyes que la razón podía develar. Dado que historia y conocimiento marchan hacia delante, no debe mirarse hacia el pasado. Pero la propia Iglesia albergaba contradicciones, como lo demuestran la persecución a Galileo y la quema de Giordano Bruno.
Eventualmente, "el catolicismo reconoció la dignidad del trabajo, mientras otras culturas -empezando por Bizancio y Europa Oriental- distaban de hacerlo. También consideraba la propiedad, hasta cierto grado, como subraya el Papa Benito XVI, pero enfatizaba la igualdad esencial de los hombres, pese a iniquidades sociales y económicas".
Esto es hoy relevante, no sólo porque Alberto Magno sabía más de reconciliar fe y razón, hace setecientos años, que muchos en la actualidad. Lo es porque "al lidiar con la pobreza en el mundo, no debe suponerse que las personas buscan únicamente prosperidad. También necesitan creer que el futuro será mejor".