CARLOS BORBA
Por segundo año consecutivo hemos visto el mismo proceso: el Poder Ejecutivo envía al Parlamento un proyecto de reforma tributaria que no llega siquiera a ser tratado por éste. En ambos casos se aprecian semejanzas tanto en su contenido (las modificaciones propuestas son similares en buena medida) como en el procedimiento (los proyectos se envían al Parlamento sin un mínimo consenso político).
Ambos proyectos, además, parece ser que han respondido a condicionamientos externos, más allá de que es justo suponer que el Gobierno habrá pensado honestamente en la bondad de las soluciones propuestas.
Llegamos así al último año de esta administración sin perspectivas de que se consolide reforma alguna ya que es muy difícil imaginar que la misma sea considerada en un año de elecciones como lo será el 2004.
Es interesante observar que casi todos los actores y sectores sociales perciben una reforma tributaria como algo deseable pero, sin embargo, las diferentes visiones que tienen sobre la misma condenan de antemano al fracaso cualquier intento. Ello no es sino otra demostración más de la manifiesta incapacidad de los uruguayos de conseguir consensos sobre cosas que valen la pena.
Seguimos entonces atrapados entre concepciones que van desde un extremo al otro: aquellos que sólo conciben una solución por la vía de un diálogo social y/o un debate tan amplio como ilusorio y aquellos que creen que las cosas se pueden hacer entre dos o tres personas encerradas en un escritorio. Ni empedernidos soñadores ni iluminados administradores serán quienes resuelvan los problemas que nos acucian.
Tendrá que llegar el día en que —seguramente después de mucho golpearnos— aprendamos que en este tema, como en cualquier orden de la vida, es necesario ser prácticos. "Metas son sueños con vencimiento". Como los cambios son lo único permanente en el mundo actual, nuestras metas tienen que surgir de nuestros mejores sueños pero deben tener ineludiblemente la condición de ser pasibles de una rápida implementación.
Basta pensar en cuándo podrá ser el momento de intentar exitosamente una reforma (¿mediados del 2005 tal vez?) para darnos cuenta de lo lejos que estamos de alcanzarla. Y entretanto habremos perdido más de un año sin trabajar en la búsqueda de consensos. Porque paradójicamente el 2004 será un año en el que escucharemos todo un repertorio de propuestas de modificaciones tributarias. Diferentes entre sí pero con algo en común: sus propulsores sostendrán que la de ellos es la mejor, o —peor aún— descalificarán totalmente las otras.
Como si quienes asistimos a semejante despropósito fuésemos incapaces de darnos cuenta de que en mayor o menor medida todas las propuestas tienen cosas compartibles sin ser ninguna perfecta. Lamentablemente parece ser que en el Uruguay de hoy lo único que importa es descalificar al que no piensa como uno y nadie se detiene a buscar coincidencias, que seguramente las hay, para capitalizarlas en beneficio de todos.
Lo que venimos de decir no es nada alentador pero todos sabemos que si no va a ser así es porque va a ser muy parecido. Quienes trabajamos en estos temas sabemos que la solución no pasa solamente por la opción de implantar o no el impuesto personal a la renta, o de bajar o no las tasas de IVA, o de que sean pocos o muchos impuestos, u otras tantas discusiones aisladas, sino que lo necesario —y difícil a la vez— es integrar esas propuestas parciales en un todo armónico.
Un todo armónico que es incompatible con los simplismos, que tendrá que tomar en consideración una concepción económica del país, atendiendo a los cambios que el mismo necesariamente debe procesar fundamentalmente en su sector productivo, y no perder de vista el contexto regional y mundial que nos condiciona fuertemente porque, nos guste o no, integramos un mundo cada vez más globalizado.
En lo sustantivo, por lo tanto, queda mucho por hacer y las perspectivas no son muy alentadoras.
Pero no queremos terminar la última nota del año sin hacer un apunte más y de tono positivo. Creemos que son dignos de destaque los avances en materia de reforma de la Administración Tributaria.
Sabido es que cualquier reforma tributaria que algún día concretemos requiere de una Administración capaz de llevarla adelante en los hechos. Y en ese sentido está apareciendo tibiamente en escena el fruto del esfuerzo de mucha gente que ha estado trabajando para ello.
Como integrantes del Directorio del Instituto Uruguayo de Estudios Tributarios asistimos tiempo atrás, invitados por el Director General de Rentas, a una presentación del especialista español Diaz Lluvero que viene asesorando a la DGI, la que nos dejó expectantes. Era la primera vez que además de oír un diagnóstico más o menos previsible escuchábamos propuestas concretas y sensatas para salir del intolerable estado al que en los últimos años se había dejado llegar a nuestra Administración Tributaria.
Y con posterioridad a esa instancia se fueron viendo otras buenas señales: reclutamiento de muchísimos profesionales jóvenes, esfuerzos encaminados a su capacitación, dotación de mejor equipamiento y oficinas, nuevos mecanismos de generación de fondos para financiar su funcionamiento, etc.
Quedan aspectos importantes por resolver como por ejemplo los relativos a remuneración y dedicación de los funcionarios, pero al menos se comienza a andar un camino. Además, el hecho de que ese conjunto de acciones coincida con un momento de incipiente recuperación económica y de mejora de la recaudación (ayudada también por una más persistente tarea de fiscalización) nos hace abrigar la esperanza de que podamos contar con una Administración mejor cada día, capaz de enfrentar con mayores posibilidades de éxito los desafíos que tiene por delante (con o sin reforma).
A este respecto hacemos votos para que nuestra DGI encuentre sus mejores posibilidades en el plazo más breve, sabedores que la tarea no es fácil ni de corto plazo.
El desafío es no caer en la tentación de medir todo en términos de recaudación y nada más, sino —por el contrario— alcanzar un delicado equilibrio entre recaudar lo más posible y garantizar un trato justo al buen contribuyente (que son muchos).
Ello requiere interpretar objetiva y rigurosamente las normas en su contexto, con la madurez y sentido de equidad que da la experiencia. No es tarea fácil ni rápida, pero sentimos que se está en el buen camino.